sábado, 11 de octubre de 2014

/jaulón/

Estaba atrapada en ese rincón hacía tiempo ya. No se acordaba muy bien cómo llegó ni por qué, un día se metió porque algo le gustó, quizás la calidez de esas paredes angostas, o la claraboya del techo donde rebotaba la lluvia, o lo cómodo del catre. Al tiempo descubrió que ya no podía salir. Habían puesto rejas. Pero entonces todavía no le inquietaba ese lugar. Al contrario, estaba contenta ahí. Tenía una ventana y había comida y libros y a veces de tarde sonaba música. La noche era un poco silenciosa pero la ducha salía con fuerza y había aire acondicionado. Un día se preguntó si afuera estaría pasando algo importante, pero no hizo más que mirar por la ventana durante un rato más largo. Otro día se paró sobre una silla para ver si la claraboya se abría, sin éxito. Después de un tiempo probó a ver qué tan firmes eran los barrotes. Sintió una leve flexibilidad, pero no lo suficiente como para poder pasar su cabeza entre ellos. Otro día se apoyó con todo su peso sobre la ventana. Tampoco ocurrió nada. Una tardecita, después de sentir que ya había leído todos los libros y sonaba una canción repetida, le dio una patada al vidrio. Vibró bastante y entendió que era por ahí. Agarró la silla y la arrojó con fuerza. Cuando el cristal estalló hacia afuera, por unos segundos sintió culpa. De golpe su rincón estaba sucio de vidrios y entraba un viento helado. Pero se asomó y saltó, sin pensarlo. Aterrizó en la calle tres metros más abajo y corrió, sin saber hacia dónde durante un buen rato. Al final se encontró en una avenida despejada llena de faroles. Se sentó en un banco y dejó que el frío le lamiera la cara hasta que volvió a salir el sol. Sabía que ahora era libre pero le iba a llevar mucho tiempo dejar de extrañar las rejas.  

viernes, 10 de octubre de 2014

Lisandro Aristimuño

El teatro estaba lleno y ruidoso y me acomodé en uno de esos lugares que sobran porque todos están de a dos. Me sumergí en la butaca y esperé, en silencio, a que empezara el show. Arrancó como abriendo una puerta de magia. No sé qué tienen los instrumentos de cuerdas pero parece que los arcos de los violines tocan sobre fibras mías y la guitarra desata el nudo que se me forma en la panza. La luz bajó y la voz subió y no quería que terminara ninguna canción, porque cada vez que llegaban al final era como si se acabara algo eterno. No era música encapsulada en un disco sino aire vibrante hecho de carne de dedos de hombre. Era ruido perfecto, vendaval, encontronazo, himno, agua de río. También sabía ser suave. Me hizo llorar y empequeñecerme. Me hizo querer escribir y sólo por eso valió las lagrimas. Me acunó en compases hechos de nada más que gritos repetidos. Murmullos. Golpes. Acordes de vida. En algún punto sentí que no había nadie parecido a mí en esas cuatrocientas personas. Que las canciones me hablaban y que con cada aplauso volvía a terminarse un para siempre. De golpe estaba sola pero todo a mi alrededor estaba lleno de música. Y, cuando se acabó el repertorio, aplaudí de pie junto a los demás para no escuchar cómo se cerraba la puerta mágica otra vez, dejándome con eso que durante un rato había olvidado entre los arpegios: los nudos amarrados con fuerza y las fibras rotas.

miércoles, 8 de octubre de 2014

Un texto de mierda

Estoy sintiendo la fatiga de mis piernas. Cómo laten, cómo hormiguean los músculos, cómo la ducha me dejó suave la piel. Estoy sintiendo eso por no sentir otras cosas que apago bajo un agotamiento permanente. Sé que los dedos de los pies están ahí, sosteniendo la tela de la sábana. Percibo mi espina dorsal apoyada sobre el almohadón, con el gesto de mala postura que ya se me instaló eterno entre los hombros. Torcida, escribo esto. Cansada, pienso en cómo seguirlo. No sé ni si lo quiero terminar. Capaz no hay más cosas que decir aparte de explicar cómo mi respiración levanta apenas la laptop, en un vaivén de susurros que apuñalan las teclas y que acompaña imperceptible el motorcito Toshiba mientras aparecen símbolos en la pantalla. O por ahí está todo agazapado atrás de un posteo que no existe. Pero resulta que al final escribí un texto de mierda, mal inspirado en un silencio terco que se niega a transformarse en algo más comprometido.