Le habían prometido algo maravilloso.
Lo habían despertado temprano, algo que no le gustó mucho. Pero ella le preparó un desayuno mejor que de costumbre. Lo miraba cada tanto de reojo, con una sonrisa extraña en los labios. Eso le dio un poco de miedo. Nunca la había visto así. Y él no entendía por qué.
Después lo vistieron los dos, como si fuera un monigote. Le pusieron ropa nueva. Una especie de camisa rara. Y ella lo peinó. Después, él lo subió al automóvil. Ella miraba desde la puerta con una ternura incomprensible en la mirada. Le pareció que hasta le caían algunas lágrimas. Quiso bajarse pero él ya estaba arrancando. Con desesperación probó abrir la puerta, pero estaba trancada.
El viaje fue corto, y lo hizo entre sollozos que procuró que él no oyera. Cuando el auto se detuvo y él le abrió la puerta, quiso salir corriendo. Pero una mano fuerte lo frenó. Él lo miró con severidad desde la altura. Vamos, le dijo. Se sentía paralizado. No quería caminar. Pero él lo arrastró hasta una puerta verde, enorme. La puerta se abrió. Ya no contenía el llanto. De la puerta surgió una voz y unas manos que lo agarraban. Eran manos filosas. Quiso aferrarse a él, no quería entrar ahí. Pero las manos de él también lo empujaban hacia las manos finas y duras, y esas manos nuevas lo atraparon. Y él se fue, sonriendo, y las manos cerraron la puerta verde.
Le habían prometido algo maravilloso. Pero él sólo lloraba, y oía otros llantos. Lo metieron en un cuarto con otros como él. No entendía dónde estaba. No sabía cómo escapar ni por qué lo habían abandonado ahí. Desasosiego y terror. No le gustaba nada estar ahí. Quería volver a su casa. Se sentía atrapado y triste.
Hasta que una manito le alcanzó una cosa blanda. Reconocía esa forma, tan suave y redonda. Una pelota. Una pelota amarilla. Se parecía al sol, y le iluminó un poco las esperanzas.
Así recuerda su primer día en el kindergarten.
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