viernes, 28 de marzo de 2014

Reverde

Fue salir y pegarle una patada al cielo. Miré insistentemente a la señora con el pelo lamido hacia atrás, una autopista encanecida para la severidad, y quise despeinarle a gritos la cara de infeliz. Fue agarrar la calle y agarrarme el pecho y desvalijármelo a suspiros de odio. Enderecé un par de esquinas y entreveré las luces de un semáforo. Sembré confusión y las raíces del caos ni siquiera arañaron la tierra. La tarde era cáustica. Un hombre se paró a verme vomitarle impertinencias a un perro lánguido. Las palomas fueron a refugiarse en un esqueleto de grúa. El silencio me remangó la boca y golpéo con fuerza el cemento áspero. Escupí lágrimas. Me acuclillé contra un muro enfermo de graffiti y cerré con rabia los ojos. Cuando desperté era de noche y la calma pesaba. La rutina y la ciudad me habían perdonado la vida una vez más, igual que al perro huérfano y a la señora de cabello tieso. 

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