domingo, 31 de marzo de 2013

Recuperar la alegría

No sé dónde está ahora. La tengo, a veces, de a ratitos. Pero últimamente su totalidad se me escapa. Me esquiva. La tienen otros, no sé. Tengo calma, o araño un estado de diversión, o vivo ínfimos instantes de euforia, en los que creo que todo va a salir como imaginé. Pero la alegría interior esa que supe conservar durante un año seguido, ahora se me fue. 

No hay una sola causa. Quizás hay causas más grandes que otras. Hay causas macro, y después hay causas goteo, que de a poco horadan la piedra y me hacen sentir vacía. Pero hay causas macro. Con esas a veces no puedo. O hago que puedo, y en el fondo me deshago de a poquito. Hay cosas que no domino. Esas son las que me entristecen más. Sin embargo, antes podía enfrentarlas distinto. Podía hacer que no afectaran tanto todo. O quizá no eran las mismas causas. Las mismas circunstancias. Ahora hay veces en que no sé ni por donde empezar a volver a armarme. A volver a amarme. 

Caigo en el error de pensar que si me voy a un lugar lindo, donde tengo cosas que quiero y animales que quiero y gente que quiero, y ellos me quieren de vuelta, porque al final eso es lo que busco, entonces ahí voy a estar alegre y liviana y libre. Y no es tan así. Porque si bien estoy más en paz, y mi mente está menos contaminada, y el tiempo es otro y el verde es todo, la alegría no me viene a buscar. Hay como una pesadumbre que viene conmigo a todos lados, a caballo, a pie, sentada a mi lado en el viaje de 500 kilómetros, durmiendo en la otra cama del cuarto, ocupando mi lugar en la mesa. 

No sé dónde está ahora. Me la reclaman. Los que me rodean se dan cuenta de que falta, de que no soy toda la yo que soy, de que finjo sonrisas y aguanto el llanto. No sé si se los debo a ellos o me lo debo a mí. Lo único que sé es que quiero que vuelva. Quiero que vuelva y que se quede y no llorar más mientras escribo esto. Quiero que se me instale adentro y alrededor, que contagie a los demás, que grite. Quiero que deje de estar en silencio en un rincón, que vibre, que desordene el aire. Quiero invitarla a convivir, quiero llevármela a todas partes, quiero que trabaje conmigo y que me haga crecer. Quiero que vuelva esa yo que perdí en algún tramo de los últimos meses, y que no se vaya nunca más, porque me gustaba esa yo, y creo que les gustaba más a todos. 

viernes, 29 de marzo de 2013

Santo viernes


La vida te da y te quita y hoy me dio, entre muchas otras cosas, esto. 

Mi abuelo tiene 79 años pero vino a andar a caballo conmigo. No me tenía mucha fe porque yo estrené yegua, pero no tuve mayores problemas. Shakara se portó bien y fue una tardecita de esas mágicas. Mi abuelo me contó recuerdos, y con mi primo y mi tío me acompañaron a ver a mi potranca más chica (la de la foto) y no había ni una gota de viento que desarmara la perfección del dorado y el naranja que se proyectaban sobre todo. Sería muy ingrato de mi parte sentirme infeliz.

miércoles, 27 de marzo de 2013

Día 10




No te quiero menos. Sólo soy un día más fuerte.
No voy a escribir que te extraño cada vez que te extraño, porque llenaría el mundo de palabras. 

martes, 26 de marzo de 2013

Gente normal

Andrés tiene los brazos llenos de tatuajes de colores, las orejas perforadas, un jopo largo en el pelo y usa ropa negra. También tiene un perro y una novia y una casita propia que se esmera en decorar. Conduce un auto antiguo azul y trabaja en publicidad. Se lleva bien con sus padres y veranea en La Floresta. Quiere empezar a tatuarse las piernas, en una un dragón y en la otra un águila. Es obsesivo del orden y fanático de las series de zombies.

Josefina, en cambio, tiene la piel de los brazos muy blanca y usa una pulsera de oro que era de su abuela. Es rubia de nacimiento. Toda su vida vivió en Pocitos, fue a un colegio privado y sus amigas eran niñas bien como ella. Hace dos años que trabaja de secretaria en un estudio de abogados. Le gusta viajar. Con ácido. Está embarazada pero no está muy segura de quién. Vive sola, y a sus padres los ve sólo los domingos. Con sus hermanos no se habla.

Juan Carlos es escribano hace 23 años. Se está quedando pelado pero le gusta remar, por lo que su físico sigue vigente. Sus amigos piensan que no tiene sentido del humor, pero es leal y confiable. Todos los jueves se junta con ellos a cenar en un bar del Centro. Está casado con Irene, pero no pudieron tener hijos. Ella quiere adoptar, él no está tan seguro. Juan Carlos colecciona objetos de la Segunda Guerra Mundial y se masturba mirando fotos de niños. 

Micaela cree que es feliz. Esa sensación es reciente, desde que conoció a Esteban. En realidad se conocían de antes, pero hace dos meses y medio que salen. No salen mucho, porque Esteban tiene novia. Micaela cree que la va a dejar antes de su cumpleaños, y que no van a tardar en vivir juntos en su apartamento de Gonzalo Ramírez. Le gusta la jardinería, y tiene un balcón precioso lleno de geranios de varios tonos de rosado. 

Agostina vive con sus papás en Carrasco. Tiene un conejo, dos canaritos y una pecera gigante, pero no le gustan mucho los animales. Es hija única, y durante el día la cuida Fabiola, una señora peruana que antes de venirse a Uruguay trabajaba en una fábrica de botellas. Agostina tiene once años pero noche por medio se hace pis en la cama. En el colegio le va muy bien. Le gusta jugar a las barbies y algunas veces invita a sus compañeras de clase a pasar la tarde. Cuando vienen, sólo les presta las barbies más feas.  

Marcos está por empezar facultad, y está seguro de que quiere ser médico. Sabe que son ocho años de carrera, pero no le importa, y los ve venir con entusiasmo. Sus padres lo apoyan totalmente y están muy orgullosos, aunque tienen miedo de que el hecho de mudarse a Montevideo lo cambie un poco y los aleje de él. Marcos vivió toda su vida en Paso de los Toros, pero se muere de ganas de irse de ahí. Está casi seguro de que es homosexual. Lleva un diario secreto desde los 15. 

Néstor es obrero de la construcción desde que tiene memoria. Tiene seis hijos y cuatro nietos. Su mujer, Estela, es la que está al pie del cañón en la casa para vestirlos y alimentarlos a todos. Él los ve cada quince días, porque volver a Pando le queda muy lejos por el día y medio que tiene libre en la semana. Aparta un poco del sueldo para él, y el resto se lo da a Estela. Con lo que se guarda, se compra tabaco, hojillas, y grapamiel. O un vinito barato. Es alcohólico y lo sabe. Nunca aprendió a leer.

Julia es actriz, pero sobre todo es madre. Tiene un buen pasar, pero no tiene tiempo libre. Se quedó viuda cuando su marido murió de cáncer. Los mellizos tenían cuatro años. Ahora ya son grandes y se están por ir de su casa. En el living cuelgan afiches de obras exitosas que protagonizó Julia. El papel amarillea. Está pensando en conseguir un gato porque le tiene miedo a la soledad. Sin embargo, lleva más de veinte años sin abrirle su vida a nadie. 

lunes, 25 de marzo de 2013

Engañar a la (auto)censura

Hoy caminé por el parque. Dí una vuelta, aprovechando para estirar las piernas. Había más gente que la que hay siempre a la hora de comer, porque son vacaciones. Había muchas más risas. En el parque generalmente hay personas solitarias, o hippies. O hippies solitarios. Hoy había familias, quinceañeras sacándose fotos, parejas. Todo un simulacro de felicidad bajo los árboles.

En mi recorrido pasé cerca de un perro. Estaba echado en el pasto, descansando al sol. Tenía los ojos cerrados. Era un perro grande, de esos con cara de buenos, tipo un gran danés. Me le paré en frente y como hice sombra sobre su cabeza, se asustó. Pero no se fue. Así que yo tampoco. Me senté a su lado. Apenas lo acaricié. No tenía collar. Un perro así tiene que tener dueño, pero no había nadie cerca. Me quedé ahí un ratito, al sol, aunque el sol estaba caluroso ya, y el sudor me empezaba a impregnar la camisa. Prefería estar ahí. Aunque hubiera silencio, era compañía. Y el calor era justamente lo que yo estaba buscando.

Cuando se me acabó la hora de almorzar, me levanté y él se levantó conmigo. Trotaba manso a mi lado. En un momento frené y lo abracé. En ese pedazo de parque, al lado de la fuente que salpicaba sus chorritos alegres, lo abracé como si lo conociera de siempre y como si él supiera cosas de mí. Y hundí mi cara en su cuello y sentí que ese perro era mi perro y que yo era suya. Su olor era parte de mi vida.

Lo solté, porque no daba estar diez minutos abrazando a un perro, y seguí caminando. Cruzó la calle conmigo pero se separó de mí cuando pasamos por al lado del casino. Lo extrañé, pero entendí su partida. Espero que donde sea que viva sea feliz, porque me encantaría adoptar un perro así. 

sábado, 23 de marzo de 2013

Otro texto de lo mismo no

"Otro texto de lo mismo no!!!" dijo un conejo, mientras se comía las zanahorias de una huerta. Al hablar se distrajo y no vio la trampa y nunca se enteró de que terminó acompañando a esas mismas zanahorias en un plato de guiso.

¿Por qué? Porque sí. Porque la vida es medio trampa a veces.

viernes, 22 de marzo de 2013

Manifiesto

No tengo derecho a hacer reclamaciones.
No tengo derecho a imaginar cosas.
No tengo derecho a extrañar algo que nunca tuve.
No tengo derecho a pensar qué hubiera pasado sí.
No tengo derecho a enojarme. 
No tengo derecho a estar triste por un final previsible. 
No tengo derecho a desear.
No tengo derecho a nada.


jueves, 21 de marzo de 2013

Gatillos

Estás haciendo algo trivial, como ver una película, y de golpe te acordás de un jueves cualquiera hace no mucho, en el que fuiste tan feliz, que ahora te duele físicamente creer que nunca va a haber otro jueves así.

Por eso son peligrosas algunas actividades. Como ver películas. O caminar bajo árboles. O ir al supermercado.

O acostarme en mi cama ahora, y extrañar con lágrimas la forma en que me reía y los ojos que me veían reírme. Y el sonido de todo eso.

miércoles, 20 de marzo de 2013

Ídem

No me quiero repetir. Es una de las formas de la muerte. Repetirse. Aburrirse. Ser autorecurrente, cansarse de los recursos propios, de las propiedades discursivas, de las inocurrentes propuestas, de la belleza y la mierda de todos los días. Hasta me pudre la forma en que armo las oraciones tantas veces sin verbo, ese vicio que me horrorizaba cuando pensaba que escribir era mi destino. No sé si lo es; de momento estoy sin destinatarios, sin mensaje, sin un horizonte despejado. No descarto nada, excepto la repetición, que es inevitable al fin, así que es imposible descartarla. La esquivo, buscando cambiar el menú, y sin embargo caigo en los hábitos familiares que me hacen odiarme. Me repito eternamente, en las mañanas, en las comidas, en los ómnibus, en los escalones de la escalera de la agencia, en el encabezado de los mails y en la forma de sacarme los zapatos. Incluso en el lugar del suelo donde los deposito, en la silla que elijo en la mesa, en el café con leche. Me veo repetirme en los capítulos infinitos de series policiales, siempre la misma sangre. La ropa se usa, se lava, se usa, se lava. Alguna vez se tira o se regala y alguien repite el ciclo. Se plagian los días cuando están vacíos, que son muchas veces. El supermercado es una copia de mil supermercados y las caras de la gente son réplicas random de caras de gente por ahí. La repetición sin fin de calles y árboles y baldosas flojas. El cielo exactamente igual al cielo de ayer, o con variaciones de lo mismo. Los perros ladran como si estuvieran sincronizados con la rabia de la vida, y las cosas se mueren como si nada. Como si todo. El verano se funde en un invierno atrevido, el único invierno que hay, el que trae de vuelta los mismos blazers y los mismos dos pares de medias. Los colores no se inmutan. Las olas siguen en su irrompible letargo. Los autos pasan intermitentes, y la ciudad tiene un ritmo tan predecible como estéril. La sorpresa se extinguió, de la mano de otras cosas. Lo que escribo me genera el odio de lo ya visto. Un deja-vú gigante atormenta cada una de mis horas, en una letanía que podría ser pacífica, pero me angustia. Tengo miedo de ser siempre así. De contar las mismas cosas. De usar las mismas palabras. De no crear nada nuevo ni vivir nada nuevo ni encontrarme con algo original de golpe. De no ser capaz. De no poder reconocer el brillo de las cosas. De que nunca se me rompa de nuevo la cabeza con un libro o una idea. De que se me vicie el aire porque ya lo respiré todo. De que me arrope la monotonía. De que me trague la mediocridad. De que nunca nadie más me abrace como si ese abrazo fuera el único. Como si ese cuerpo fuera el último. Como si yo fuera nueva y sorprendente. Como si existiera la magia.

martes, 19 de marzo de 2013

Metamorfósil

Ahora hay que transformar la esperanza trunca en la ilusión de alguna vez encontrar algo remotamente parecido.

domingo, 17 de marzo de 2013

Viraje

Hay cosas que no podemos frenar. Podemos aceptarlas con más o menos estoicismo, podemos ayudarlas a seguir la vía más natural posible, podemos bloquearlas durante un tiempo para evitar (?) sufrir. 

Por ejemplo, nada va a cambiar que mi potrillo nació hace tres días condenado a morirse, porque su cuerpo no se desarrolló como debía. Pero alguien lo cuidó y ordeñó a su madre y se preocupó por salvarlo. Mi tío lo acarició, supongo. Me avisó, con tristeza, que no iba a tener suerte. Y bueno. Esta vez fue así. Mi yegua tuvo otros tres hijos sanos y fuertes, pero la vida decretó que el cuarto no galopara nunca. No hay nada que pueda hacer, ni siquiera estar ahí para acompañarlo a morirse. Puedo escribir esto y sentirme mejor o peor, porque lloro mientras lo escribo, y porque entiendo que la naturaleza funciona un poco despiadadamente pero en eso radica su éxito, aunque no significa que me duela menos. 

Hay cosas que no puedo cambiar, como la muerte de alguien. Hay cosas que sí, como la vida de algunos, y sobre todo, la mía. Hoy me desperté pensando en la vida de algunos. Pensando en mi forma de afectarlas. Pensando en que hay vidas que no tengo porqué estar afectando, y que tenía que tomar algunas riendas que había perdido de la mía. Tenía que volver a ser lo que me había enorgullecido de ser antes de tantas torpezas. Antes de dejarme llevar por sentimientos que si bien son lo más puro y verdadero que tengo, también son egoístas. Habia convicciones que yo había cosechado a lo largo de 26 años, no sin ciertos descubrimientos dolorosos, que estaba evitando recordar. Y eran lo que me hacía ser yo. Eran lo que me gustaba de mí misma. Y lo que me atraía de los demás. Básicamente, la sinceridad y el respeto. 

No creo que todo lo que hice en este tiempo haya estado mal. No me arrepiento. Simplemente, creo que es hora de tomar el timón del barco. Porque no se puede vivir siempre a la deriva, no se puede depender de los demás. De que los demás cambien el rumbo o tomen el control. Aunque estar un rato a la deriva tenga sus goces. En algún momento vamos a chocar contra algo y van a haber heridos. No quiero eso. No quiero eternizar mi vagabundeo. No quiero herir a nadie. No quiero olvidarme del mundo. El mundo está ahí y merece mi respeto. Hay gente que elige el puerto y hay gente que elige surcar las olas. Todo es legítimo. Pero no se puede hacer surf con las personas.

Hay cosas que elegimos, y después hay cosas que nos pasan y elegimos cómo pasarlas. No hay más que eso. Nada nos disculpa de lo que hacemos. Soy mis errores y mis aciertos. Soy lo que elijo, y a veces elijo mal. No siento que elegir mal sea equivocarse. Es aprender. No siento que necesariamente haya elegido mal, como que todo estaba en un limbo turbio y agradable, pero siento que ahora estoy haciendo bien las cosas. Siento que estoy poniéndome en un lugar donde si las cosas valen la pena, van a suceder. Y si no suceden es porque no valían la pena.

No sé si alguien me va a dejar de querer por esto, pero al menos yo me quiero un poco más a mí misma. 

sábado, 16 de marzo de 2013

Goreme


Algunas cosas nacen para morirse.
Por eso no quiero escribir hoy.
Si escribiera, sería un texto triste.

viernes, 15 de marzo de 2013

Inicio

Escribo esto desde una computadora nueva y pienso en días brillantes y en escribir sobre ellos alguna vez.

miércoles, 13 de marzo de 2013

Final de verano

Acá vengo con mis pies mojados. Es que la caminata por el parque se me suspendió de golpe, con la descarga de un chaparrón insolente, con una de las últimas travesuras de este verano otoñal. El vaquero se me fue manchando de gotas y adentro del buzo empezó a hacer frío. Después tuve que correr, porque el agua era gruesa y firme y continua, y el pasto me ensució los zapatos. Así que acá vengo con mis pies mojados. De a poco, también, se me fue mojando todo lo demás, las zonas oscuras de humedad tiñeron mis piernas, y el pelo se me alborotó bajo la capucha. Se aflojó y se volvió desprolijo y torpe, aplastado y eléctrico. El pantalón empezó a pesarme. El calor de correr bajo los balcones de los edificios se chocó con el chillido del viento y con los cachetazos líquidos, hídricos, gélidos que me recorrían la cara y el cuello. Me refugié en el quiosco y en un copito de chocolate, y atravesé los últimos metros de intemperie dejándome golpear por el chubasco. Casi que sonreí. Llegué a la agencia oliendo a lluvia; sucia, pero de alguna manera también limpia. Así que hasta acá vine con mis pies mojados. Infantil, resfriada y serena. Densa y gris, pero sólo por fuera. 

martes, 12 de marzo de 2013

Inevitable

La voluntad es un junco. Lo fuerte es lo que no se decide, lo que no se piensa, lo que sucede solo.

Como un beso. O cien millones.

sábado, 9 de marzo de 2013

El sapo

Los vi que jugaban con algo, pensé que era un petardo o algo así. Eran varios, vestidos al mejor estilo plancha. Uno tenía una cosa en las manos que depositó en medio de la rambla antes de volver a la vereda. Era un sapo. Los autos le pasaban por encima y por al lado y los pibes se reían y deseaban que lo aplastara una rueda. Toda mi compasión se concentró en el sapo que, de a saltos, iba moviéndose sobre el cemento. Los autos lo rozaban y lo esquivaban. Logró llegar al cantero central, no sé si con todas sus patitas puestas. La desilusión de los muchachos era tremenda, pero seguían festejando el chiste. No miré más, porque creo que fueron a buscarlo y supongo que a esta altura el bichito debe ser un puré desparramado sobre el asfalto. 

Volví a casa un poco desolada. 


viernes, 8 de marzo de 2013

El desarme

Entrar a casa con todo a cuestas. Con los ojos heridos, con la espalda llena. Depositar el bolso en el sillón como si en él fuera cargado el mundo. El universo. Sacarme los zapatos como quien se quita la vida de encima. Sentarme en el borde de la cama, mirar la nada. Lo insoportable de pensar. La cabeza que se desgrana en latidos, que hierve, que implota. Los brazos lánguidos. El ardor de lágrimas blindadas. El frío del que me despojo, porque no lo quiero, porque ya no tengo que defenderme de nada. El alma rota. La idea que sangra, y yo que junto la sangre con las manos en cuenco y la vierto sobre ella otra vez, como para que no la pierda del todo. Igual se muere. Igual tiene gusto a hierro y a nunca más. Adivino, como si ya hubiera sido trenzado, cada hilo del futuro próximo. Me dejo llorar y siento que adentro mío alguien grita. Alguien grita y tiene un hacha y va clavándola en los costados de mi cráneo. Ya rompió todo, y sigue gritando. Es la ilusión con despecho. La dejo gritar porque tiene razón. Cierro los ojos y me tapo con el acolchado. Me encierro en esa guarida mullida y me termino de desarmar. Me quedo dormida abrazada a la soledad, que me acaricia el pelo y me dice que siempre va a estar conmigo.  

jueves, 7 de marzo de 2013

Ella nos miraba

Alquilamos una cancha de fútbol cinco para jugar al hockey. Una cancha en pleno Pocitos, sobre la rambla, en un club de ligero renombre. Costaba 300 pesos la hora, y enseguida entendimos porqué.

Las gradas estaban casi tapadas por el pasto, y el pasto estaba casi tapado por la mugre. Vasos de plástico, envases, botellas, vidrios, telas sucias y todo tipo de deshechos poblaban los alrededores de la cancha. Olía mal.

Contra el tejido de alambre, del lado de afuera, colgaban unas lonas que funcionaban como carpa para una familia de indigentes. La madre bañaba a la hija en una palangana. Cuando le tiró un latón de agua arriba, la niña lloró.

Después, cuando estaba por terminar nuestra hora de práctica, la niñita se asomó a mirarnos. Se peinaba los pelitos cortos, castaños, y nos observaba desde la orilla de un silencio asombrado. Pensaría en lo rara que es la vida de niñas grandes como nosotras, jugando a un fútbol con palos.

Yo la miraba desde la orilla de mi propio asombro silencioso. Pensé en lo rara que debe ser la vida de esa niña sin casa, sin baño, sin hockey, sin amigos. Pensé en lo triste que es todo.

martes, 5 de marzo de 2013

Escribir algo bueno

Todos los días me siento frente a vos y trato de escribir algo bueno. Te veo así, toda blanca y virgen, y te trato de llenar de palabras. Casi nunca logro sentir que sí, que lo hice, que escribí algo bueno. Cuando escribo para salir del paso, para no dejar el día vacío, el espacio ausente, cuando las frases sólo me salen de los dedos y no de adentro, se nota. Porque es obvio. Es apenas un acto físico, una obligación mental. Un ejercicio hecho a desgano. 

Y a veces ocurre que tengo tanto para decir que no puedo escribir algo bueno. Últimamente me pasa eso, y te lleno de excusas y de cursilerías. Lamento las épocas de infame literatura, pero en realidad, son las épocas menos infames en la no ficción. Son los momentos en que estoy tan llena de cosas y tan falta de tiempo que no alcanzo a sentarme a solas con mi cerebro y conseguir un producto decente. Perdoname. Aunque mejor no, no me perdones. Teneme paciencia.

domingo, 3 de marzo de 2013

No sé


A veces parece que avanzamos y a veces siento que naufragué sola.

A veces hago planes en mi cabeza y a veces tengo pánico de hacerlos porque seguro que la idiotez de la vida se la agarra con ellos.

A veces tengo ilusión y a veces pienso que perdí todo otra vez.

A veces me río como una idiota y a veces tengo ganas de llorar por haber reído tanto antes de tiempo.

A veces creo que hay algo adelante y a veces odio los domingos.

sábado, 2 de marzo de 2013