domingo, 28 de septiembre de 2014

Ascasubi

Ascasubi es el nombre de una calle que corre por La Teja y Tres Ombúes. También es el nombre de un poeta argentino pero eso ahí no importa, ni siquiera está su nombre de pila en el cartel verde que marca la intersección con Carlos María Ramírez. En ese lugar sólo es una calle sin veredas, en la que cae el sol como un caleidoscopio y que termina, allá abajo, en el portón de un colegio dirigido por unas señoras del harén de Dios, es decir, unas pobres monjas.

La calle empieza bordeada por casas sólidas pero, a medida que baja, algunas viviendas no pueden ocultar su creciente descuido, su destartalo, sus retazos. Hay cuadras que parecen un estadio urbano. Niños sin camiseta persiguen una pelota gris, a la sombra de cables de luz pesados de championes colgando. Cuando crecen ya no juegan. Miran desde sus motos estacionadas en grupos, desde puertas de galpón, desde ojos vacíos. 

A dos cuadras del colegio hay una casa donde viven un padre, una madre y tres hijas, además de innumerables animales. Me muestran dos gatos recién nacidos. El negrito tiene conjuntivitis. Lloran. Un cachorrito peludo y redondo de patas cortas corretea por abajo de las sillas. Le pusieron Albóndiga y no se me ocurre nada más perfecto. Se les inundó la casa. La cocina está desmantelada. El living igual es acogedor. Hay una alegría ruidosa por el bautismo de una vecinita. 

Le regalo un pony de peluche a la más chica. Me cuentan que les tienen miedo a los caballos. Los de ahí son malos porque en el barrio los maltratan. Hay un descampado en frente a la casa que funciona como cancha de fútbol. Ahí pastan algunos de los caballos que trabajan tirando de los carros de los hurgadores. Para llegar a la cancha hay que cruzar una zanjita llena de basura. 

Albóndiga se me acerca contento. Está manchado de rojo porque una de las chicas pintó el portón y el perrito anduvo pasando entre las rejas. A ella le están planeando la fiesta de 15. Va a ser en abril. Todavía no saben bien cómo la van a pagar. Me dice que quiere que sólo vayan jóvenes. Pero tiene cara seria; entiende la dimensión del gasto y creo que le preocupa. 

Cuando me voy, doy vuelta en u y remonto la calle lento. Todos me miran pasar. Señores en sillas de playa instalados entre el pasto salvaje de lo que vienen a ser las veredas. Mujeres gordas en bicicleta. Jóvenes sentados en el cordón. Madres con niños de la mano y bebés a upa caminando a un costado del pavimento. Chicas de calzas en grupitos. Viejos olvidados. Gente en la puerta del almacén que parece que también es una boca. La panadería cerrada. Los muros de material. Las ventanas ciegas.

Recorro despacio la vida de una calle que sufre, que ríe, que hace versos con su asfalto de barrio y su decadencia por momentos hermosa, aunque casi nadie sepa que tiene nombre de poeta.

miércoles, 24 de septiembre de 2014

Slow motion

Un pie en el aire, lento, atravesando el aire, partiendo el aire en dos, removiéndolo. Avanza con esfuerzo, surca el espacio, choca contra el suelo en cámara lenta y se posa, reverberando entero, sobre una baldosa blanca. En ese momento el otro pie toma impulso y se eleva con cuidado desde dos baldosas más atrás, donde todavía resuena el aplastamiento de los dedos y de la planta y del talón en ese mundo ínfimo y cuadrado. Ya está negociando el trayecto aéreo ese pie; se estiran apenas los músculos y se preparan para el golpe casi mudo contra una nueva baldosa. Aterriza y la pierna se apoya toda, se contrae, se fija al suelo. A su lado se instala el otro pie y, con él, la pierna a la que está encadenado. El cuerpo se frena una eternidad de segundos antes de empezar a caer. Lo vemos inclinarse como si lo bajara una grúa invisible. La mancha en la camisa va ganando pecho. Las manos, con ralentizados movimientos de pianista, inician el gesto de tocarse la herida. En algún instante una bala perforó la habitación y se le incrustó, con una precisión muy paciente, en la piel de la espalda. Después ahuecó el músculo, el hueso y de nuevo la piel, que abandonó a un ritmo cansino antes de continuar su vuelo libre hasta la pared. Ahora ya es suavemente acunada por un ladrillo rojo, mientras el cuerpo ni siquiera percibe que su equilibrio empieza a derrumbarse. Cuando caiga, después de dejar tras de sí un remolino de oxígeno y un estrépito de vibraciones imperceptibles en toda la casa, la sangre va a invadir con sigilo cada ranura entre las baldosas, como si fuera la raíz de un árbol que crece desde siempre.

martes, 23 de septiembre de 2014

Ruido

Pero ahora no estoy ahí. No estoy atrás del vidrio ni del otro lado de la puerta. Estoy acá entreverada en un nudo de sábanas desiertas, con un gato gris durmiendo en la mitad de la cama y en la otra mitad, mi cuerpo. Mi cuerpo habitado por mí y por lo que me pasa. Por lo que me pasa cuando no me pasa nada porque lo que me está pasando realmente está acá, de este lado de la cama, abajo de un acolchado que seguramente nunca va a tapar ese miedo gigante de haberme equivocado de nuevo. Me ocupa toda un murmullo que trato de no oír y algo se desintegra lentamente cada vez que respiro. No estoy ahí y eso es un poco lo que duele. No estoy ahí y estoy acá, enredada en este silencio irónico y en estas palabras que no dicen lo que quiero decir porque en el fondo supongo que lo están gritando. Y es todo obvio y estúpido y tan estéril que ni el gato se despierta ni la cama se llena ni mi cuerpo se hace eco de toda esta presencia que me falta. 

Eco

Me estoy viendo a mí misma, desde afuera, desde un costado, desde la ventana o incluso desde el otro lado de la puerta. Me miro ahí y siento que ni siquiera me estoy viendo y que no soy yo, aunque me parezco a mí, aunque es mi boca la que está ahí diciendo que sí y que yo también y apoyándome en ese cuello tibio. No sé si estoy mirando mientras pasan cosas que no pasan por mí, que no me están pasando. Creo que justamente estoy viendo lo que no me pasa, lo que me hace ajena, subterránea, inalcanzable. Desde atrás de este vidrio me estoy viendo no sentir, me observo estando lejos, en medio de esa cercanía irrevocable del contacto. No soy yo aunque es mío ese beso y siento cómo mi pelo es el que cae sobre esa espalda que es también mía, de esa versión de mí que está ahí, presente en ese momento en el que nada importa porque en realidad no estoy, estoy afuera, estoy parada a mi lado, viendo cómo alguien me abraza y yo soy apenas un eco de algo que miro ser.

lunes, 15 de septiembre de 2014

Nudo

No sé si no escribo porque no quiero o porque estoy cansada o porque no puedo hablar de lo que me gustaría. No sé si me gustaría no querer y no puedo estar cansada de escribir porque si no hablaría. No quiero gustar de hablarte ni cansarme de estar y no sé por qué no puedo escribir. No estoy porque escribí que no podía quererte y no me gustó hablar cansada y no saber. Escribo que estoy pero me cansé y no sé si quiero hablar más.  

miércoles, 10 de septiembre de 2014

El tiempo

Recién pasó por acá el tiempo. Iba en una camioneta gris, de esas con vidrios ahumados. Frenó en el semáforo cuando ya estaba por ponerse verde, abrió una rendija su ventana y tiró el cadáver de un cigarro para afuera. Después aceleró y siguió de largo, dejando atrás nada más que el aullido de su motor y una agonía que se apagaba sobre el asfalto.

martes, 2 de septiembre de 2014

Capaz

Capaz algún día el mundo se cansa de que te lo recorras y te basta con que alguien enrosque un brazo a tu alrededor y una mano se te hunda en el pelo. Supongo que no, que no va a pasar, y también supongo que si pasa no va a ser mi mano ni va a ser mi brazo ni voy a ser yo la que le baste a nadie. De todos modos creo que el mundo nunca se va a cansar de tu recorrido y seguramente yo me canse de querer ser la mano antes de que algo te baste. 

lunes, 1 de septiembre de 2014

Lunes

Me miro las manos. Están raras. Me pesa la taza, de golpe. La dejo en la mesa, junto al teclado, que se me antoja enorme y lleno de grietas. Me voy hundiendo en la silla lentamente. La pantalla se vuelve cine, la mesa es una montaña. No alcanzo a ver más allá de los márgenes de mi escritorio. Mi libreta es un desierto enorme con manchones de tinta. El pliegue de la punta de la hoja es un triángulo de vértigo. El aire me sobra. Ya sólo veo la alfombra y mis pies, achicados. Mis piernas cuelgan sobre el abismo de la silla. Ocupo cada vez menos superficie. Oigo menos ruidos. Me sumerjo en el asiento. Quedamos solo las fibras grises de la butaca y yo, cada vez más pequeña. Me aferro a un hilo que se vuelve tronco y cierro los ojos hasta que desaparezco.