Se puede leer en su formato original aquí (junto a otras opiniones de varias mujeres uruguayas) pero además la transcribo a continuación.
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Hace 27 años nací y les dijeron a
mis padres que su bebé era nena. O ya lo sabían desde un poco antes, no sé. La
cuestión es que con ese detalle, esa forma de insertarme en la categoría de
mujer desde que salí al mundo, automáticamente se me adjudicaron un montón de
cosas con las que debí crecer. Por ejemplo, la noción de que está bien preferir
las Barbies antes que los autitos. La posibilidad de usar pollera. El mito
popular de que nunca voy a poder manejar tan bien como un hombre. La idea
subyacente de que tengo que estar linda y flaca y diosa para conseguir un
prospecto de varón que quiera establecer conmigo un vínculo a largo plazo
formal y respetable. Y un montón de construcciones más que no necesariamente
son ciertas.
Soy mujer en el mundo occidental.
Puedo estudiar, puedo trabajar, puedo votar. Puedo hacer muchas cosas que mis
abuelas no podían o que podían pero al precio de ser juzgadas socialmente.
Algunas cosas han cambiado y otras todavía se pagan a ese precio. Por ejemplo,
¿por qué mi feminidad se tiene que apoyar en tacos de 12 centímetros? ¿Por qué
tengo que hacerme la difícil si me gusta alguien? ¿Por qué tengo que estar
depilada para sentir que no traiciono al género al ser deseada? ¿Por qué no nos
dejaban jugar al fútbol con los varones en el patio del colegio? ¿Por qué mi
malhumor se reduce a que me está por venir? ¿Por qué me miran las tetas, y eso
que no son la gran cosa, como si no tuviera ojos?
Lo que más me preocupa es que el
machismo implícito está tan arraigado que no nos damos ni cuenta de lo mucho
que convivimos con él y lo aceptamos, incluso quienes nos consideramos –con
notoria ingenuidad– más abiertas o más rebeldes que la media femenina. Porque
yo no tengo claras las respuestas a esas preguntas y tampoco estoy segura de
que todo eso esté mal. Muy a mi pesar, me descubro recelando de un hombre que
se pone cremas o de una mujer con axilas peludas. Me pregunto si hay alguna
manera de que las cosas sean diferentes. Menos impuestas. Más libres.
Estoy segura de que las mujeres
todavía tenemos terreno por ganar. Esta reivindicación, que está en marcha
desde que existió una señora desconforme que cuestionó la hegemonía masculina
por primera vez, no se terminó. No se terminó acá en Uruguay, y mucho menos se
terminó en algunas sociedades donde las mujeres todavía son consideradas
propiedades, objetos, insignificantes seres de segunda y hasta de cuarta. Eso
no quiere decir que los hombres tengan terreno por perder, sino que todavía hay
que derrotar prejuicios y desaprender conceptos latentes erróneos del lugar de
la mujer. No es una guerra de los sexos; es una escalera de equidad en la que
todavía nos falta subir peldaños.
No se trata de feminizar al
mundo, tampoco. Me parece que tenemos que volverlo menos orientado al macho y
más reflejado en todos. No sé si un 8 de marzo dedicado a exaltar al sexo
femenino ayuda en algo. Capaz que no. O capaz que sirve para que tipas como yo
podamos decir lo que pensamos y tipas como vos puedan leerlo y opinar, a su vez.
Y, por qué no, para que ellos puedan opinar también. Bienvenidos seamos todos.
Por ahí empezamos con este tema y nos colgamos y debatimos otros, agrandando
así la mirada humana, haciéndola más rica y logrando algo que hace no tanto era
imposible: que las mujeres formemos parte de la sociedad como seres pensantes,
libres, respetados, llenos de vida y de ideas y de fuerza; en suma, como lo que
siempre debió ser desde el principio de los tiempos.
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