viernes, 22 de agosto de 2014

Probabilidades

Acuario tiene que estar en la casa de Júpiter y la luna en fase menguante. Tiene que haber llovido una vez para que el pasto del parque esté ligeramente humedecido. Alguien tiene que haber abandonado a seis cachorros en un contenedor para que él haya adoptado a los dos meses lo que hoy es un perrote enorme y bueno. En Laos tienen que haber fabricado ese jean que le queda lindo y que lo hace tan alto y que va a ser uno de los primeros factores por los que me voy a fijar en él. Sus padres tienen que haber descubierto que se les rompió el preservativo hace 29 o 32 o 25 años. Tiene que haber aprendido a leer y a respetar algunas historias, a besar y a manejar. Tiene que haber vivido una vida más o menos feliz con episodios duros para tener esos ojos cálidos que entienden todo. Tiene que haber sol como para que yo me haya acostado sobre mi buzo con los hombros destapados a hacer de cuenta que duermo la siesta. Él tiene que haber lanzado el palito en dirección suroeste, con vientos de 5 a 10 kilómetros por hora, para que caiga a mi lado y el perro me olisquee y me lama el brazo y él me pida disculpas riéndose, como si fuera una estupidez disculparse por el beso de un perro. Y de alguna manera tiene que querer entablar conversación conmigo, y yo tendré que saber contestarle con ingenio y humor, y así sucesivamente hasta que el perro se aburra de que él no quiera moverse de ahí y se acostumbre a que yo me una a sus paseos. 

martes, 19 de agosto de 2014

Caerte de tal forma

Al final la mejor protección es saber cómo caer y volver a subirte al caballo después del revolcón. Aunque te duela todo y la yegua siga desafiándote. Porque sabés, es lo único que sabés con certeza, que caerse está, tarde o temprano, entre los próximos acontecimientos. Y es eso. Caerte de tal forma que cuando toques el suelo no duela tanto y que cuando subas de nuevo no tengas miedo. Pero eso solo se aprende rodando muchas veces. 





sábado, 16 de agosto de 2014

Para leerme mejor

Tengo un pincel y pintura negra. Podés escribirme o describirme o lo que prefieras. Mojá el pincel y trazá unas letras. Que mi espalda diga espalda o escalera o axioma, con mayúsculas fuertes, nítidas. En mis brazos pueden ir engranaje, abrazo, cuerda o línea rota. Las palabras que quieras, en mis manos. Me gustaría que en una escribieras lápiz y en la otra cielo, como si cortaras mis palmas con la tinta. Damajuana, esplendor, recuerdo, camposanto, y otras tantas para mi cuello. Tatuajes en mi pecho que digan verdad, ruina, espantapájaros, ciénaga, flor, monumento. Cerca del ombligo anotá una frase célebre o un piropo sagaz. Que las palabras negras bajen por mis piernas como raíces de texto: anécdota, parálisis, recoveco, estepa. En una rodilla ruido, en la otra silencio. El principio de una canción en la pantorrilla izquierda. Muslos impresos con libros enteros. Imperativos de acción en cada pie, para dejar huellas sucias de verbo. Y que mi cara sea un espiral de nombres y me tape la boca una onomatopeya. 


sábado, 9 de agosto de 2014

Vivioteca

Pensó que alguna gente había pasado por su vida con el único objetivo de hacerla conocer una canción o un sabor de helado o un libro. Lo pensó cuando sacó un pie de la vereda y lo apoyó en el primer tramo de la calle, dentro de dos franjas blancas que marcaban el cruce perfecto de esa unión entre esquinas que los autos partían al medio cada treinta y cinco segundos. 

No era de día ni de noche. Un sol horizontal todavía esquivaba los edificios. Pensó que le había encantado esa murga pero que la tristeza había sido mucha como para que él le dejara sólo una canción. Pensó en los bares que descubrió. En los antros del rockstar, los gin tonics coquetos con el abogado, los vasos en la vereda del Andorra, los cafés en mesas de viejos, la pizzería del Centro. 

Pensaba en esas cosas y en el libro de John Irving y en el blog que su ex dejó morir y en las poesías de Oliverio Girondo, mientras ponía una pierna delante de la otra y el abrigo largo ondulaba grisáceo, igual que el pavimento. Pensaba en las series de televisión que le contagiaron y en esa lista de películas que heredó, todavía por ver. Iba abstracta, efímera, despegada. Podría haber estado en cualquier ciudad, en cualquier calle. Podría haber sido otro semáforo. Pero fue justo cuando se acordaba de aquel pop hit que supo tararear a coro que sintió el primer roce con el metal. 

Despacio, ralentizado, la trompa del camión le acarició el brazo izquierdo mientras revivía un tema de Bob Dylan y una entrevista muy recomendada a Bolaño. Sintió que su mano ya no estaba, que sus dedos eran recuerdos, aunque su cabeza todavía trataba de componer la melodía repetitiva de ese éxito de Jason Mraz. Creyó ver cómo su pierna desaparecía en una agonía volátil. Después algo le golpeó el pecho con una suavidad pesada, como un mimo de elefante. Su cerebro reconocía a los personajes de Dexter a pesar de que algo empezaba a derrumbarse adentro suyo. Se acordó del sótano donde jugó al pool y la dejaron ganar y del solo de armónica que la hizo cerrar los ojos. Ya no tenía pies ni manos ni estómago. Pero tenía en la cabeza los acordes de una cumbia y las últimas líneas de "El viejo y el mar". 

Alcanzó a pensar en ese tumulto de música y palabras y geografías urbanas y en toda la orfandad de esa cultura contagiada que empezaba a regar la calle, justo antes de sentir que también se le iba la cabeza y con ella el gusto de un beso en una parada del 116 y la fugacidad de un vaso roto en un pretil. Cuando perdió el sentido, en su mente sonaba una canción de Gustavo Cordera y se tornasolaban los hielos de un tinto de verano en Madrid. 

El semáforo se puso verde recién ahí, cuando ya se había vuelto todo rojo y el silencio golpeaba la intersección. El camión se detuvo aparatoso y resignado. Entonces no quedó más nada. La memoria se apagó sin pompa. La sombra terminó de caer. El archivo se deshizo. 

No hubo epílogo. 

miércoles, 6 de agosto de 2014

Psicodelia

Un enjambre despelotado se desenrosca sin pienso y sin reglas y sin acierto a partir de un título. El centro de mi cama es el centro de todo. Soy el eje de lo que para mí es el universo, un núcleo denso, pesado como todo el metal del mundo junto. No sé si el tiempo es ahora o si fue ayer o el otro día. Si la verdad fue eso que pasó en el sillón incómodo, si fue el ballet o esos tragos en un bar nuevo o las risas que conseguí robarme hoy. Porque al final todo tuvo algo de certeza y algo de misterio. Porque mejor no me ato a nada ni a nadie y mejor me escapo o me escondo. O todo lo contrario, y digo que acá estoy metiendo la pata pero con firmeza, con la testarudez del que se equivoca de idea pero no de actitud. No sé. Un poco de la historia de la humanidad se condensó en cada una de esas verdades. Una boca partida, dos ojos esquivos, una lluvia ronca. El dolor sirvió como evidencia. Los rituales me hicieron bien. Las exigencias me desencantaron. El teléfono sonó bastante y a veces hasta fue porque alguien quería hablar conmigo. Creo que necesito carteles luminosos que me digan es acá, es ahora, sos vos. Pero no llego a leer antes de que se apaguen. Es que la niebla no me dejaba reconocer la señalética. La carretera estaba encharcada. En ese momento el auto era el centro pero después el eje se movió y el centro era otra cosa, la verdad era otra cosa, yo era otra cosa. Era yo pero volcada en el delirio ajeno. Era lindo. Como las caras en el sofá y el olor a pintura y la comunión con pizza casera. O la tarde incendiando los edificios. Cómo no va a haber horizonte, si lo veo ahí, resquebrajado por un mosaico de azoteas. La verdad estaba en un panqueque y en una caja que dejaron en portería. En un buzo negro de lana. En una foto posada. En el libro que decidí no leer para escribir esto, porque acá también estaba la verdad, como estuvo en el enojo y en la rabia y en el llanto, pero también en las palomas que coqueteaban y en la chica con acné que se me sentó al lado en el 405. La verdad estuvo en la ventana abierta. Palmeras, cerros, vientos, cúpulas, calles con nombres extraños. El mar borracho. El tercer gin. El olor a muelle. La seguridad del acolchado. La marca de un vaso en la madera. Gotas rompiendo el parabrisas. Las papas fritas sin alma en la basura. La voz monótona de la injusticia. Una cucaracha trepada a la cortina. Un desvelo. Un eco. Un canto flamenco que estuvo en todos lados. Que también estaba en mí y en la comida china. En el frío reventado de una ida al parque. En el mural de la mujer con tres tetas. En un recuerdo ahogado. La flor quemándose. El abandono. Todo tan cierto como este engranaje de psicodelia inconexa en un miércoles agotado, y como el centro hundido de mi cama, donde se va ahuecando la verdad del colchón bajo el peso de dormir sola. 

lunes, 4 de agosto de 2014

Sicaria

Creo que la mayor empatía del fin de semana la tuve con una cachorra de salchicha que primero me recibió alborotada, pero después notó mi cansancio y mi calma y fue bajando la intensidad hasta que enrolló sus patitas cortas y se arremolinó en mi falda, donde se quedó dormida durante una hora mientras yo le hacía caricias entre las orejas.