martes, 27 de enero de 2015

Yo antes escribía

Yo antes escribía. Cuando tenía tiempo y ganas y el cansancio no apagaba los circuitos de mi cuerpo a partir de las siete de la tarde. Escribía de lo que me pasaba, cuando no me importaban los lectores ni me exigía tanto a mí misma. Escribía cuando no sentía que cada texto era una mierda y que podía hacer cosas buenas con las palabras. Cuando me gustaba la cadencia y jugaba con las metáforas y las aliteraciones y las enumeraciones unidas por conjunciones coordinantes. Escribía cuando no tenía cosas demasiado grandes para decir, pero tampoco demasiado triviales para no ser dichas. Escribía con constancia, antes de irme a dormir o en el recreo de la hora del almuerzo. Me enfrentaba más a mí misma en un proceso catártico formal, diseccionado en oraciones. Ahora camino o patino o duermo. Dormir es bastante catártico y bastante refugio y bastante huida. Pero no es remedio. Yo antes escribía porque era sanador, porque me sentía menos rota cuando terminaba un texto. Tenía más disciplina y mejor ritmo. Tenía la mente más fresca, la voz menos monótona. A veces me leo y estoy a mil años de aquella mina que se describió desnuda. Y me gustaba esa mujer. Pero pasó el tiempo y pasaron cosas y de golpe escribí cada vez más espaciado y más pobre. Ahora también me gusto, de a pedazos, fuera del papel, algunas de mis caras, algunos de mis hábitos, y estoy cerca de ese momento de la vida en el que voy a ser lo más parecido a lo que siempre quise ser en el punto más joven posible. Pero casi no escribo. Y cuando lo hago, no me encuentro. No me gusta esta yo que apareció acá hoy, desencantada porque antes escribía. Quiero volver a explotar de ganas de matar a un teclado con golpes de dedo. Salpicarlo de frases con gracia que aunque las leas sin voz, suenen. Admirarme un poco cuando me leo de lejos, después de años y vueltas y páginas. Volver a estar cómoda entre los límites de mi propia narración. Y escribir de nuevo como si fuera lo que mejor hago y lo que mejor me hace. 


martes, 20 de enero de 2015

Cosas enormes

Te lavás los dientes. Bostezás. El café con leche está hirviendo. El diario no viene los martes. Bajás en el mismo ascensor de siempre los mismos diez pisos de siempre. "Siempre" se vuelve una especie de margen dentro del cual te movés hace cuatro o cinco años; lo anterior es remoto. Acelerás. Frenás en los semáforos. Te mirás en el espejo y los lentes te quedan mal. Pero los lentes nunca te quedan bien a vos. Pisás la vereda, decís buen día, abrís la reja, guardás el tupper en la heladera. Sucedés. Escribís poco, tenés miedo de repetirte. Te repetís teniendo miedo de repetirte. Sos un metacliché. Tenés hambre y a la vez te duele la panza. Odiás por momentos el aire acondicionado y odiás el calor y odiás no haber llevado un saquito. La silla es un adefesio de tortura. El reloj marca las horas capicúas. Lo familiar abunda pero el miedo también abunda. No sos nada a veces hasta que de repente sos una promesa de algo. Sos un transcurso de inquietudes mal apiladas. Caminás sin arrastrar los pies: la gente que arrastra los pies debería habitar un pequeño anexo del infierno. Creés en ciertas ideas. El pelo se te enreda todo. Comés y te cae mal. El gato te da alergia y aún así necesitás amarlo. Dormís comprimida, atada a tus nudos de la espalda. Te despertás con la música groncha de un smartphone cargado. Te lavás los dientes. Bostezás. 

Y abajo de todo pasan cosas enormes.