Hoy también hurgué en textos que tienen más de cinco años. Extrañé un poco quién era yo entonces. Y a la vez, no. Seguro hay mucho que pulir, pero así salió en su momento, y así lo dejo, que resista como resistió guardado en una carpeta virtual durante todo este tiempo.
Está basado en muchas historias reales. Demasiadas.
Sinsentido (un cuento de 2007)
Cinthia y Lucy salieron del almacén en
silencio. Las dos iban pensando en la torta que su madre estaba sacando del
horno y cortando en cuadraditos mientras ellas iban a comprar una bebida para
acompañar la merienda. Hoy era el único día que su madre no trabajaba, y como
ellas estaban de vacaciones, habían decidido hacer un bizcochuelo.
Llevaban la chismosa entre las dos, cada una
sostenía un asa. La iban balanceando levemente, al ritmo que esquivaban los
charcos grises que ya eran parte de la calle sin veredas. El frío era perverso
pero ellas no lo sentían, ya estaban acostumbradas a él, a escucharlo colarse
por las rendijas de las ventanas rotas, a sentirlo pegado a las finas paredes
de su casa, a absorberlo por los pies del suelo helado que recién el año pasado
habían podido cubrir con baldosas.
Caminaron las dos cuadras que separaban el
almacén de su casa. Habían comprado una gaseosa de naranja. No les alcanzó la
plata que les había dado la madre, pero el almacenero les había perdonado cinco
pesos, y además les regaló dos caramelos de frutilla. Con una media sonrisa las
vio salir del cuartito oscuro que estaba orgulloso de denominar, con un cartel
rojo algo despintado sobre la puerta eternamente abierta adornada con cintas de
plástico multicolor, “El Almacén de León”.
Se frotó las manos heladas y se acomodó atrás
del mostrador, pegado a la estufa eléctrica que no alcanzaba a calentarle más
que los pies. Un viento gélido hacía bailar las cintas de plástico rojas y
verdes y amarillas que dejaban entrever la desolación de la calle ahí afuera,
la mugre que adornaba las zanjas, los perros que iban y venían entre la basura
y los niños. León pensó en que faltaban dos horas para cerrar, y una para que
viniera Rosa a cebarle unos mates. Después, la oscuridad reinaba y en este
barrio era mejor encerrarse entre las débiles cuatro paredes de un rancho que
permanecer en la calle, a merced del frío inclemente, de la pobreza eterna y de
esa sed insaciable de los jóvenes drogadictos.
Tres veces había perdido todo. Le habían robado
hasta los frascos de caramelos. Aún así, León volvía a poner en pie su almacén
y su dignidad. Siempre había trabajado, siempre había comprado el pan para su
familia con el fruto del esfuerzo de sus manos callosas, de la espalda
encorvada pero todavía fuerte, de las piernas que habían perdido el músculo
pero no la sensación de horas y horas de acarrear bolsas, cajas, cajones o lo
que hiciera falta para poder llevarse un manojo de billetes a casa. Por eso le
indignaban esas rapiñas de adictos, y se atoraba de desprecio por los
adolescentes que caían en las redes perversas de la pasta base, del pegamento,
de toda esa porquería que inhalaban para salir de las tinieblas y que sin
embargo los ensombrecían aún más. Les robaban a sus propias madres con tal de
llenarse la nariz con esa sustancia blanca que los volvía estúpidos. Y nadie
podía hacer nada más que irse, rezar o encerrarse en pequeñas fortalezas
solitarias, porque los gritos de auxilio nadie los escuchaba, porque los niños
aspiraban cada vez más y estudiaban cada vez menos, porque para sobrevivir
hacía falta indiferencia y sálvese quien pueda, y hacía mucho tiempo que la
solidaridad estaba en extinción en ese pozo olvidado pero no tan remoto en
algún lugar de Montevideo.
León cavilaba hecho un ovillo en su sillita de
playa atrás de la mesada del almacén, y no lo vio entrar. No lo escuchó hasta
que lo tuvo encima, hasta que el aliento a miseria lo sacó de su abstracción,
pidiéndole, rogándole, amenazándolo, el pedazo de vidrio le resbalaba entre los
dedos cortados y temblorosos pero apuntaba incisivo, demasiado cerca de la cara
de León, demasiado filoso, demasiado desesperado. Los ojos del muchacho eran
una súplica y a la vez una promesa de odio. Eran concientes de su patetismo
pero se regodeaban en él. León los reconoció al instante, esos ojos negros que
tantas veces le habían comprado alfajores y chupetines, y más tarde, pero
demasiado pronto, cigarrillos y vino. Ojos que se olvidaron de ser pícaros,
audaces, hasta inteligentes, cuando evitaron enfrentarse a los libros del liceo
y se involucraron en callejones, noche y malas amistades. Ojos duros ahora,
dueños de una tristeza sin brillo. Inyectados de rojo y mojados, llorosos. A
vos también, pensó León. A vos también, Matías. Y el cuerpo se le hundió en la
derrota al ver esa arma precaria en las manos del joven.
Dámela, dámela. Ahora, rápido, ¿no ves que
estoy apurado? Dale, viejo, dale. Matías temblaba pero no de miedo sino de
ansiedad. La quería ya, tenía que conseguir plata, championes, algo para
llevarle al tipo porque la quería ya. No podía ni entrar a su casa, igual ahí
no quedaba nada, y su madre escondía todo bajo llave ahora, qué hija de puta.
Ni siquiera le daba unos pesos los fines de semana, y lo quería internar. La
odiaba, quería matarla a veces. Como iba a matar al viejo este si no le daba lo
que tenía en el cajón. Seguro que algo le habían dejado las nenas que
estuvieron antes, hasta lo saludaron y todo, Hola Matías, y él no las había
mirado siquiera, tenía la vista fija en el almacén, en el viejo que ahora le
alcanzaba doscientos ochenta pesos arrugados, calientes, en billetes de cien y
de cincuenta y de diez. Te faltaron las monedas, viejo, dale, dale. Y la mano
agitada de León le dio cinco moneditas doradas, una miseria. Y Matías salió
corriendo y casi se tropezó con el estante lleno de bolsas de fideos, una bolsa
se cayó al piso y la pateó en su huida, y volaron los tirabuzones por el piso
de tierra, aplastados por los championes robados de Matías.
Algo se desbordó en el interior de León. Algún
nivel de tolerancia o de paciencia llegó al máximo y explotó como un termómetro
que se calienta demasiado. Los restos de mercadería pisoteados lo sacudieron,
los contempló un par de segundos como quien se paraliza cuando le escupen a la
cara. La humillación lo golpeó y la ira germinó en un brote explosivo. Antes de
que tuviera tiempo de meditar sobre sus acciones, la mano ya había retirado el
revólver cargado que guardaba atrás de las latas de choclo y estaba saltando
sobre el mostrador a los gritos. A mí no me vas a dejar sin nada, a mí no.
¡Volvé, chorro! ¡Con mi trabajo no!
Las piernas histéricas de Matías ya ganaban una
cuadra pero escuchaba al almacenero y sus bramidos, sus verdades lanzadas al
frío atardecer del cantegril, a los oídos sordos de todos. Corría desvariando,
abrazando contra el cuerpo el vidrio y el dinero, los restos de ser humano que
le quedaban en el pecho, las lágrimas de abstinencia que le chorreaban por la
cara. Callate, viejo, callate, musitaba de manera incoherente entre fugaces
miradas hacia atrás como aterrorizada presa en una cacería asegurada. El primer
disparo lo hizo tambalearse. El segundo entró por la espalda y atravesó el
corazón. Cuando resonó el tercero, Matías ya estaba seco en el barro de la
calle, caído hacia adelante sobre su dinero y sus lágrimas.
Alguien aulló y se abalanzó sobre el cuerpo del muchacho. Paralizada por
un horror cansado, un viejo temor finalmente plasmado en sangre sobre la calle,
un dolor de madre impotente, frágil, una desesperación absurda y ridículos
ruegos de resurrección, Aída se desplomó en una catarata de lamentos sobre
Matías, lo que quedaba de Matías, ese que no siempre fue un esclavo de su
adicción, ese para el que no siempre estuvo prohibido entrar a su propia casa,
ese que amó sin reparos pero sin saber cómo encaminar. Cinco veces lo había
tratado de internar, y cinco veces se había escabullido de vuelta a las calles,
a robar, a perderse en los laberintos de la droga, la soledad y la sordidez del
no futuro. Aída abrazó esa espalda ensangrentada y se maldijo, y maldijo al
asesino de su hijo, que lloraba arrodillado en el suelo, convertido en anciano
de repente. Maldijo a dios y a la droga, que había sustituido al dios de su
hijo. Aída lloró y no se le acabó la pena. Lloró hasta que el policía la retiró
a la fuerza del cuerpo, hasta que vio las esposas en las muñecas de León. Lloró
por su hijo y por ella misma y por León y el barrio. Lloró hasta que el frío lo
dominó todo y el silencio y la noche volvieron a ocultar a la pobreza bajo una
máscara muda y sin ojos.