lunes, 21 de abril de 2014

Me dijeron

Me dijeron que escriba. Que tome aliento y escriba y cuente cosas. Y yo pensé desde argumentos de novela hasta posteos cortos, pero salió esto. Salió esta catarata atragantada de cosas que quería decir, o que se me guardaron en un rincón de la psiquis, o que viví una tarde de jueves santo cuando me pidieron que lleve una mujer a la ruta a tomarse el ómnibus y en el pueblo dos mujeres me hicieron señas para que también las arrimara, y cómo no, y subieron ellas y dos niñitas que en el camino querían saber qué era ese cultivo con un penacho rojo de semillas en la punta. Sorgo, dijo la madre, y la niña preguntó si era como el maíz, que después se ponía en latitas. 

Me pidieron que escribiera y yo escribí esto, sobre la chica que cocina en la casa grande del campo, que hace una pastafrola exquisita y tiene tres hermanos sordomudos, uno de ellos experto clasificador de lana. Y sobre la tarde que cae, afilando sombras, en un rincón del horizonte, mientras se enfría el aire y se escuchan unos galopes furiosos de caballo asustado o peleador, quién sabe. Más abajo, cerca del arroyo, la creciente se llevó el alambrado y el ganado no se mezcla por algún misterio de la providencia. 

Me dijeron que escriba y me salió contar sobre cómo se le va curando la pata rota al padrillo y cómo la perra Beagle de la casera está mas gorda que los chanchos y jadea todo el día, siempre al borde de un paro cardíaco o un ahogo o un desastre corporal, con sus patitas cortas y torpes empujando toda esa masa de grasa, condenada a comer hasta reventar porque esa es la forma en que sus amos le manifiestan amor. 

Y en la parada del ómnibus, en la ruta, bajaron las niñas y las mujeres y los petates que incluían hasta una barbie desnuda y despeinada, y ayudé a la señora a bajar su equipaje, que era una bolsa de arpillera llena de carne para sus hijos en Paysandú. Ella me contó que en el camino a la escuela, ahí en el pueblo, su hija y su hijo casi se matan cuando se les rompió la horquilla de la moto, así que no entendí cuántos hijos tenía ni dónde vivían ni cómo hacía ella para dividirse entre tanta familia y tanta querencia. Tampoco pregunté. 

Escribí también sobre el relieve de los burros en el aro de luz que era el sol cuando se ponía el sábado, triunfante y a la vez desgarrador. Me senté en el campo y no se acercaron, pero tampoco se alejaron, y me miraron con suspicacia desde ese lugar a contraluz, desde ese contraste mágico que capté a gatas en una foto de celular. Hicieron sus ruidos de burro y se pararon, con sus orejas ridículas y su apariencia bondadosa, a olisquear mi esencia y discernir a qué especie de monstruo pertenecía yo, agazapada en medio del cielo.

Me dijeron que escribiera y quise decir un montón de cosas que ya me olvidé, y otras se me ocurrieron ahora, como que se puede encontrar la paz en las palabras de un amigo y el alivio en la noche, en la introspección y el silencio y los libros, en la presencia hormigueante de mi abuela podando el jardín, en la tranquila figura de mi abuelo cruzando el campo a caballo, en las pelotas de fútbol desperdigadas por el alero y los perros, con sus plumeros ondulantes, echados con la expectativa en el rostro. 

Me dijeron que tengo que escribir y un poco les creí y otro poco sentí que ya era hora de volver a dejar salir las palabras. 

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