viernes, 10 de octubre de 2014

Lisandro Aristimuño

El teatro estaba lleno y ruidoso y me acomodé en uno de esos lugares que sobran porque todos están de a dos. Me sumergí en la butaca y esperé, en silencio, a que empezara el show. Arrancó como abriendo una puerta de magia. No sé qué tienen los instrumentos de cuerdas pero parece que los arcos de los violines tocan sobre fibras mías y la guitarra desata el nudo que se me forma en la panza. La luz bajó y la voz subió y no quería que terminara ninguna canción, porque cada vez que llegaban al final era como si se acabara algo eterno. No era música encapsulada en un disco sino aire vibrante hecho de carne de dedos de hombre. Era ruido perfecto, vendaval, encontronazo, himno, agua de río. También sabía ser suave. Me hizo llorar y empequeñecerme. Me hizo querer escribir y sólo por eso valió las lagrimas. Me acunó en compases hechos de nada más que gritos repetidos. Murmullos. Golpes. Acordes de vida. En algún punto sentí que no había nadie parecido a mí en esas cuatrocientas personas. Que las canciones me hablaban y que con cada aplauso volvía a terminarse un para siempre. De golpe estaba sola pero todo a mi alrededor estaba lleno de música. Y, cuando se acabó el repertorio, aplaudí de pie junto a los demás para no escuchar cómo se cerraba la puerta mágica otra vez, dejándome con eso que durante un rato había olvidado entre los arpegios: los nudos amarrados con fuerza y las fibras rotas.

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