martes, 17 de marzo de 2015

No lo vio

No lo vio. Lo atravesaron las luces primero y después se incrustó en el paragolpes. Cuando el Citroën se estremeció por el cimbronazo, recién ahí reaccionó y apoyó su alma en el freno. La certidumbre de haber matado algo le silenció el corazón por unos segundos. Se bajó despacio a mirar. La noche muda se comía el camino. Estampado en la nariz del auto había un ciervo en pedazos, con los ojos desencajados, la piel salpicada de entrañas y las piernas torcidas en una pirueta atroz. Un ciervo, la puta madre. Un ciervo en un país donde los ciervos casi no existen. Le dolió como si hubiera sido un ciclista o una vieja. Despegó el cadáver del auto lo mejor que pudo y lo arrastró hasta el costado de la ruta. Acarició el pelo como sin querer y descubrió que el hocico seguía húmedo, con la vida reciente todavía agarrada a esos restos que ya empezaban despacito a pudrirse. El bicho se convirtió en un mojón inerte que marcaba el kilómetro 143,200. El hombre le acomodó las patas y le puso la cabeza en una especie de posición de descanso. Se limpió las manos en el pasto, volvió al volante y arrancó el motor con la impotencia de un condenado. Maté a Bambi, pensó. Aceleró hasta que su motor dejó de escucharse donde los caranchos ya sobrevolaban el cadáver de ciervo.

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