jueves, 19 de mayo de 2022

La banda sonora de mi casa

Mi casa suena con nuevos sonidos. Hace seis meses que nos estamos conociendo, pero poco a poco voy aprendiendo cómo aterrizan mis pies en el parqué, cómo retumba la puerta de las vecinas y cómo insiste la chicharra del ascensor cuando alguien se demora un poco en cerrarlo. 

Mi gato recorre la casa como un pequeño viento peludo. Lo detecto por sus patitas escarbando en el lavadero o sus maullidos quejosos a las 8 de la mañana, exactamente 20 minutos antes que mi despertador. Pero no por mucho más. Su vida transcurre entre el silencio y los ronroneos.

Es un apartamento céntrico y sin embargo, vivo en una especie de oasis libre del rugido de los ómnibus, en un quinto piso que mira a los plátanos acariciar mis ventanas. La calle se hace presente con los saludos del cuidacoches, las motos, la gente que se reúne para la olla de los sábados de mañana o el aullido de los patios de los colegios a las 3 de la tarde. Pero ya es un rumor cómodo el que me envuelve. La sensación de tener barrio, por fin.

Mentiría si dijera que oigo la heladera. Es ruido blanco, naturalizado. Pero sí sé exactamente cuándo están corriendo los niños de arriba. O me entero del gol que metió Uruguay, que su padre celebró con furia neandertal. Y una vez, hasta sentí el orgasmo de la vecina, solapado en la mitad de la noche, pero nítido, respirado, tras un vaivén que evidenciaba costumbre pero, evidentemente, ofrecía certezas.

Mi casa sonaba a hueco cuando me mudé. Cuando no había cortinas ni alfombras. Cuando solo había paredes por pintar, cuartos vacíos, y una vida nueva embalada en cajas. Poco a poco, la fui llenando. De muebles, de plantas, de copas, de amigos. Seis meses después, mi casa suena a mía. 


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