domingo, 6 de octubre de 2013

Matiné

En los últimos días vi dos películas de esas que después de un rato te dejan pensando. Una era Gravity, nuevita, con George Clooney y Sandra Bullock, y la otra era The Road, de 2009, con Viggo Mortensen y Charlize Theron. Si bien no se parecen demasiado al primer golpe de vista, las son historias de supervivencia. Y las historias de supervivencia se parecen en el sentido de que tocan fibras determinadas, asociadas al amor por la vida a toda costa, y a lo que hace que esa vida valga la pena por más duro y árido y desolador que sea el contexto, desde la soledad infinita del espacio exterior hasta la crudeza de un eventual fin del mundo. 

Lo que me pasó después de ver Gravity fue que sentí un agradecimiento poderoso por estar viva y por estar ahí en ese jueves y en esa sala de cine y con esa persona. En suma, por estar acá latiendo y por la gente que me hace reír durante la estadía en la Tierra que, por más paloma que suene, está llena de cosas lindas. 

Porque esas cosas lindas son las que faltan en The Road, donde el mundo se volvió frío y sangriento y la gente es caníbal y cruel. Donde es matar o morir, y probablemente aún matando el destino sea la muerte. Donde lo peor ahoga, agobia, abruma. Parece ocuparlo todo. Lo bueno sólo existe como una vela en la noche. Ínfimo, y aun así, sagrado. Por eso debe protegerse hasta en las peores circunstancias. 

Y en el medio yo, viendo películas y encontrando redenciones en dos horas de Hollywood. Amando la forma en que historias ajenas se vuelven propias y una puede vivir el apocalipsis o la deriva espacial sin daños físicos pero con sentimientos alborotados. Y cuando se prenden las luces, levantarme con la sensación de haber aprendido algo y con ganas de aprovechar el rato que me toca en este mundo, bendito sea él y toda su parafernalia humana. 

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