miércoles, 24 de septiembre de 2014

Slow motion

Un pie en el aire, lento, atravesando el aire, partiendo el aire en dos, removiéndolo. Avanza con esfuerzo, surca el espacio, choca contra el suelo en cámara lenta y se posa, reverberando entero, sobre una baldosa blanca. En ese momento el otro pie toma impulso y se eleva con cuidado desde dos baldosas más atrás, donde todavía resuena el aplastamiento de los dedos y de la planta y del talón en ese mundo ínfimo y cuadrado. Ya está negociando el trayecto aéreo ese pie; se estiran apenas los músculos y se preparan para el golpe casi mudo contra una nueva baldosa. Aterriza y la pierna se apoya toda, se contrae, se fija al suelo. A su lado se instala el otro pie y, con él, la pierna a la que está encadenado. El cuerpo se frena una eternidad de segundos antes de empezar a caer. Lo vemos inclinarse como si lo bajara una grúa invisible. La mancha en la camisa va ganando pecho. Las manos, con ralentizados movimientos de pianista, inician el gesto de tocarse la herida. En algún instante una bala perforó la habitación y se le incrustó, con una precisión muy paciente, en la piel de la espalda. Después ahuecó el músculo, el hueso y de nuevo la piel, que abandonó a un ritmo cansino antes de continuar su vuelo libre hasta la pared. Ahora ya es suavemente acunada por un ladrillo rojo, mientras el cuerpo ni siquiera percibe que su equilibrio empieza a derrumbarse. Cuando caiga, después de dejar tras de sí un remolino de oxígeno y un estrépito de vibraciones imperceptibles en toda la casa, la sangre va a invadir con sigilo cada ranura entre las baldosas, como si fuera la raíz de un árbol que crece desde siempre.

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