domingo, 2 de febrero de 2014

Iemanjá

Es una fiesta mística y a la vez, tan humana. Todo tipo de gente se acerca a la arena, la recorre, la excava, la adorna, la venera. Se llena de pozos habitados por finas velas azules. Huele a cera, a mar, a tarde de verano y a muchedumbre fresca.




Los niños no entienden, pero están ahí. Corretean, se bañan, juegan a encontrar rosas enteras entre la resaca que el mar devuelve. Porque el agua trae de regreso todos esos regalos, ahora podridos, muertos, lánguidos. Restos de espuma plast, adornos, cadáveres de gallina rellenos de maíz, sandías, flores artificiales, exvotos y miniaturas de la orishá que reina en los mares se alinean donde llegan las olas. Algunos curiosos recorremos examinando con asombro cada una de las rechazadas perlas de fe en ese rezo de basura largo como toda la playa. Es pura suciedad de gente donde la divinidad no se atisba. 











Las maes imponen sus manos en la humanidad que hace fila, los tocan uno a uno, les susurran, los miran con ojos cándidos. Echan perfume sobre sus cuerpos. Les venden collares celestes a veinte pesos. Les aseguran futuros y los llenan de bendiciones mientras un tambor vuelve aún más tangible la sensación de magia. 






Hay grupos de ofrendas, algunos con mayor despliegue que otros. Familias enteras rodean esos improvisados altares a ras de tierra. Sobre un mantel exponen la imagen de Iemanjá, la de Jesús y hasta la de un negro con tocado de plumas, haciendo que lo sacro conviva con botellas de champagne, envases de Mirinda, paquetes de cigarrillos, caracoles, velas, frutas de todo tipo, rosarios y todavía más flores. Todo agrupado en barquitos con telas celestes, algunos llenos de pop, arroz, caramelos y vaya uno a saber qué; por lo visto a la diosa le gusta un poco de todo.





Viejas vestidas de blanco se meten al agua y hacen sus mojadas ofrendas: una barca, una carta, una vela que flota. Elevan los brazos o se entregan en silencio al encuentro esotérico. Salen con la ropa adherida a sus piernas gruesas y flácidas, la tela transparentada por el agua, la dignidad ensopada pero bendecida, al parecer, por esa fuerza mística que cada 2 de febrero las reencuentra ahí para repetir un rito que abrazan con la seriedad de quien es conmovido por algo profundo. 











Miles de personas observan desde el muro de la rambla. La religión desconocida se vuelve pintoresca, casi ridícula para algunos. Para otros es un ejemplo de fe. No muy lejos el casino aprovecha la aglomeración para un lucro extra y el parque de diversiones se puebla un poco más que su vacío habitual, logrando sentar a tres o cuatro parejas por vez en las sombrillas voladoras. La rueda gigante chilla cada vez que frena y el mambo llena el aire de cumbia y reggaetón, como para combatir las brisas de macumba que llegan desde la Ramírez.









La tarde se va desenrollando de a poco, con la seguridad de quien ya vivió esto cien veces. Los adoradores se retiran satisfechos. El público mira y los autos pasan lento. Muchos se alejan un poco indignados por la mugre. Alguien me toca el hombro mientras estoy sacando una foto. Me doy vuelta, esperando encontrar a un conocido, pero es un tipo disfrazado de Spiderman queriendo asustarme. Los que me rodean observan divertidos. Le sonrío y largan la carcajada. En la celebración religiosa hay lugar para los turistas paganos. Hay lugar para todo. Hasta para acercarse a la orilla y mirar maravillado el reflejo de uno en el agua, olvidando la mugre que flota por todas partes. 



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