lunes, 20 de mayo de 2013

Mandarina

Quedé desnuda y se me desprendió un gajo como si nada. Casi ni me di cuenta de que ya no está ahí, pero se había ido. Lo trituraron unos dientes, lo hicieron jugo y pulpa y escupieron mis semillas bien lejos, donde quizás se planten, pero eso no lo voy a saber nunca. Me quitaron un gajo y eso deshizo mi círculo, quedaron dos gajos sin vecino, sin unión, sin razón para seguir pegados. Así como me arrancaron ese, siguieron por otro, separándolo de su familia de gajos, deshaciéndome. Corrió la misma suerte molar y bajó, como un pequeño monstruo desarmado, por el esófago de alguien, a unirse, en desmadejado puré, con el gajo inicial. Luego, ya mecánicamente, me despojaron de dos, tres, seis gajos más, y quedé apenas siendo la mitad de lo que había sabido ser, con el alma expuesta y la dulzura a medias. Mi olor impregnaba las manos que me mataban, bañaba esos dientes, chorreaba por los dedos. Me siguieron desarmando de a poco, engulléndome la forma en buches cítricos, en bocados intensos, ligeramente ácidos, que descendían hacia un pozo estomacal eterno donde mis deshilachados gajos se zambullían en un mar de irreconocibles pedazos de mí. La boca me siguió comiendo y yo, que apenas resistía en un par de gajos endebles, decidí abandonarme a la suerte desdichada de la fruta de estación, y me permití suicidarme en un tímido afán gastronómico. Morí, como todo alimento, pero dejé un surco de aroma a infancia y una cáscara huérfana. 

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