lunes, 25 de noviembre de 2013

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Qué ásperas suenan las frases hechas que pretenden ocultar que tienen todo un cosmos atrás. Como si nunca hubiera pasado nada. Como si esa lengua no te hubiera regalado palabras y esos dedos caricias y esos ojos promesas y esas historias vida. Como si no hubiera tejido un idioma propio con el que hablarte.

No existe ese idioma ya. No se trasluce en nada. La vida siguió muda o en otras lenguas. No lo escuches en cualquier lugar, no todos los autos lo hablan, ni todas las sombras que corren, ni todos los ritos del parque. Porque aprendiste otros idiomas y otras liturgias y otros caminos. Entendiste que había palabras más sanas y más suaves y más tenues. No te alcanzaron, tampoco, pero entendiste. Asomaste el estómago a ese pozo de magia y no supiste saltar. O no era un pozo tan hondo para tus ansias de abismo. Andá a saber. Estúpida. 

Al final, qué importa. Porque no sabés ni qué abrazos extrañás. Ni qué ausencias te duelen. O te duelen todas. No entendés de qué estás hecha. Quién te forjó más. Por qué se fueron. O los hiciste ir. Por qué no quiso quedarse. Por qué no le hiciste lugar. Por qué te alejaste vos. Por qué estás así, como desnorteada. Dónde hay que bajarse. Quién maneja el bus. Por qué no te tocó un boleto capicúa. Por qué elegiste dejar un asiento vacío al lado tuyo. Te dedicás a mirar por la ventana porque se te revuelve la panza. 

Y capaz tenés que marearte y dejar las tripas en algo, de una vez, aunque sólo sea el suelo sucio de un transporte capitalino. Vomitar sola mientras avanzás hacia alguna parte, sin que nadie te sostenga el pelo, sin que nadie te apuntale el alma, sin que nadie te acune el pecho. Y, después de eso, arreglarte la cara y la ropa y la vergüenza antes de tocar el botón, para bajar sin expectativas en alguna esquina del verano. 

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