domingo, 6 de julio de 2014

El abuelo

La niña lloraba. Tenía seis años y sólo atinaba a ver que su abuelo no se movía. Que estaba ahí, caído sobre la alfombra, como un muñeco de trapo. 

El anciano se había desplomado como una bolsa de papas cuando un infarto lo sorprendió recorriendo el breve tramo entre el sillón y la biblioteca. Lo primero que pensó fue que su nieta lo iba a encontrar ahí tendido. También fue lo último. 

El hombre tenía 87 años y 15 muescas en su revólver. Había pasado buena parte de su adolescencia robando almacenes pobres, para después graduarse en la escuela de la mafia que controlaba la distribución de droga en su barrio. La primera vez que le disparó a alguien fue a los 17 años. A los 20 celebró su primer homicidio. Después todo fue más fácil. Los 45 lo encontraron al frente de una banda organizada y temida que creció hasta dominar todos los aspectos turbios de la mayor parte de la zona oeste de la capital. A los 70 decidió que su hijo más chico tomara las riendas de la cosa y se retiró a disfrutar de una jubilación apacible en una chacra en las afueras. A los 76 asesinó a su última víctima, un indigente que le robaba manzanas de su campo, aunque nadie lo supo. 

Recién a los 87 la muerte le dio captura. Y lo dejó ahí, hecho una piltrafa pálida, para que su nietita lo descubriera cuando iba a pedirle que le leyera un cuento. Y la niña lo vio y lo tocó, pero los ojos abiertos del viejo le indicaron que algo andaba mal y su piel helada quiso decirle que no habría más cuentos. Entonces la niña lloró, arrodillada junto al cuerpo, porque estaba triste de verdad y sólo veía que su abuelo preferido estaba muerto. 



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