martes, 22 de julio de 2014

Es lo que tienen los ponis

Llegó así todo confuso y enérgico y entusiasmado. Se instaló, acurrucándose en ese hueco que había entre tu confianza y tu soledad. No te dejó estar en paz. Y por eso mismo lo querías. 

Descubriste que le habías revelado los secretos de media vida cuando ya era tarde y en el fondo eso no te preocupaba tanto. Capaz que lo que te preocupaba era que no estuviera para escuchar sobre la media vida que falta. Que se aburriera, se desencandilara y, peor todavía, que en algún momento inevitable decidiera devolverte el frasco en el que le prestaste tu alma. 

A veces abrazarlo te hacía creer que el mundo era cálido. Casi que alcanzaba. 

A veces lamía tus lágrimas. 

Te intentó enseñar cosas. No sé si aprendiste. Confiaste más en él que en tu criterio. Caminabas por una cornisa pero no importaba porque caminaba cerca tuyo. De a ratos te sentías importante, hábil, hasta linda o especial. Cosas raras en vos. 

De a ratos también te dolía. 

Pretendías explicarlo como quién define una categoría de mamíferos. Y no. Su encanto era su forma incatalogable de estar presente. Su empuje y su risa y sus ojos a los que era preferible no interpretar. Y quererlo así. Quererlo mucho, pero quererlo así. Creo que eso era lo que más tenías que aprender. 

Había épocas en las que se escapaba y galopaba desordenando todo. Vos sabías que ese desorden un poco le gustaba. Que el barro en las patas lo hacía sentirse vivo y suelto y enorme. Aunque los campos que alborotara fueran los tuyos.

Y algún día ibas a entender que todo estaba bien, siempre y cuando cada tanto volviera a hacerte pensar que el mundo era cálido y vos eras importante. Como él para vos. Porque en ese hueco donde se instaló, antes no había nada. Y ahora esa nada es suya.

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