sábado, 9 de agosto de 2014

Vivioteca

Pensó que alguna gente había pasado por su vida con el único objetivo de hacerla conocer una canción o un sabor de helado o un libro. Lo pensó cuando sacó un pie de la vereda y lo apoyó en el primer tramo de la calle, dentro de dos franjas blancas que marcaban el cruce perfecto de esa unión entre esquinas que los autos partían al medio cada treinta y cinco segundos. 

No era de día ni de noche. Un sol horizontal todavía esquivaba los edificios. Pensó que le había encantado esa murga pero que la tristeza había sido mucha como para que él le dejara sólo una canción. Pensó en los bares que descubrió. En los antros del rockstar, los gin tonics coquetos con el abogado, los vasos en la vereda del Andorra, los cafés en mesas de viejos, la pizzería del Centro. 

Pensaba en esas cosas y en el libro de John Irving y en el blog que su ex dejó morir y en las poesías de Oliverio Girondo, mientras ponía una pierna delante de la otra y el abrigo largo ondulaba grisáceo, igual que el pavimento. Pensaba en las series de televisión que le contagiaron y en esa lista de películas que heredó, todavía por ver. Iba abstracta, efímera, despegada. Podría haber estado en cualquier ciudad, en cualquier calle. Podría haber sido otro semáforo. Pero fue justo cuando se acordaba de aquel pop hit que supo tararear a coro que sintió el primer roce con el metal. 

Despacio, ralentizado, la trompa del camión le acarició el brazo izquierdo mientras revivía un tema de Bob Dylan y una entrevista muy recomendada a Bolaño. Sintió que su mano ya no estaba, que sus dedos eran recuerdos, aunque su cabeza todavía trataba de componer la melodía repetitiva de ese éxito de Jason Mraz. Creyó ver cómo su pierna desaparecía en una agonía volátil. Después algo le golpeó el pecho con una suavidad pesada, como un mimo de elefante. Su cerebro reconocía a los personajes de Dexter a pesar de que algo empezaba a derrumbarse adentro suyo. Se acordó del sótano donde jugó al pool y la dejaron ganar y del solo de armónica que la hizo cerrar los ojos. Ya no tenía pies ni manos ni estómago. Pero tenía en la cabeza los acordes de una cumbia y las últimas líneas de "El viejo y el mar". 

Alcanzó a pensar en ese tumulto de música y palabras y geografías urbanas y en toda la orfandad de esa cultura contagiada que empezaba a regar la calle, justo antes de sentir que también se le iba la cabeza y con ella el gusto de un beso en una parada del 116 y la fugacidad de un vaso roto en un pretil. Cuando perdió el sentido, en su mente sonaba una canción de Gustavo Cordera y se tornasolaban los hielos de un tinto de verano en Madrid. 

El semáforo se puso verde recién ahí, cuando ya se había vuelto todo rojo y el silencio golpeaba la intersección. El camión se detuvo aparatoso y resignado. Entonces no quedó más nada. La memoria se apagó sin pompa. La sombra terminó de caer. El archivo se deshizo. 

No hubo epílogo. 

1 comentario:

  1. "Pensó que alguna gente había pasado por su vida con el único objetivo de hacerla conocer una canción o un sabor de helado o un libro." me quedó haciendo ruido, es tan cierto...

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