domingo, 16 de junio de 2013

Receptáculo

A veces la gente me regala historias, como quien regala un libro o un ramo de flores. Me escriben o me cuentan algo que no es lo que típicamente se le cuenta a alguien, especialmente si es una persona a la que nunca le viste la cara. Pero me pasa, y lo agradezco, y lo disfruto, y espero, algún día no tan lejano, poder usarlo bien. 

Será esa antenita de cuasi periodista que tengo, o que se me ve un aura de curiosa, o que por razones desconocidas irradio ganas de escuchar. No sé bien por qué, pero cada tanto alguien me ofrece un pedacito de su vida para que yo arme el collage de mi concepción del mundo. 

Y no son pedacitos random, sobras, retazos. Son eventos definitorios y sus repercusiones, son secretos turbios, son deseos tristes y prohibidos. Son historias de sordidez y soledad. O, en algunos casos, enseñanzas a partir de grandes errores. O maravillas que pudieron rescatar de un pozo patético. O dolores de alma. Miedos. Duelos. Gajos de experiencia expuestos. 

A veces la gente me regala historias que atesoro. Historias con nombre y apellido, con trama, con finales truncos, con lugares que conozco, con páginas borroneadas de llanto. Me hacen llegar, con desinterés patente y honestidad cruda, una historia real que parece de mentira. Me regalan cuentos hechos carne que, cuando el tiempo los vuelva olvido, voy a procurar escribir.

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