sábado, 14 de diciembre de 2013

Nirvana

Llegamos de la fiesta después de caminar esas diez o quince cuadras en la noche, en la solemnidad del pueblo, entre los árboles y la conversación y las dudas y las ganas de solucionar el cosmos. La oscuridad era nuestro motor. Nos subimos a los juegos para niños como quien se encuentra con un carrusel por casualidad y da una vuelta para celebrarlo. Después nos llamó la piscina tapada por el cielo en silencio y agujereado de estrellas. El agua estaba quieta, salpicada de flores amarillas. El desafío estaba ahí, el impulso estaba ahí, porque estábamos nosotros y estaba la chance de ser jóvenes y espontáneos y tontos. Cuando uno se sacó el pantalón, entendimos que iba en serio. En ropa interior, nos hundimos los cuatro en esa libertad helada. Yo no sabía cómo parar de reírme. La noche tenía sentido sólo por esa estupidez. Porque no importaba que después se nos congelaran los huesos, o recorrer el jardín enorme en calzoncillos, o mojar la camisa y aparecer en recepción a pedir la llave con el pelo ensopado y cara de locos, a las cinco y cuarto de la mañana. El momento era ese y la vida era nuestra.  

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