viernes, 30 de mayo de 2014

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No están. Salieron todos. Salió la señora de tacos tan altos como su alcurnia, salieron las hijas a bailar, salieron los gordos del tercer piso al teatro, salió la familia chilena, salieron tras sus vidrios negros los enamorados de abajo, salieron los perros a dar la vuelta a la manzana, salió el portero a fumar. Quedó alguna luz prendida, una tele autista, heladeras que zumban y un gato gris durmiendo sobre el respaldo del sofá. Los faroles de la azotea alumbran ventanas muertas. El tráfico se hamaca frente a la puerta principal. No hay nadie en el edificio, excepto la alarma pausada porque estoy yo, abrigada en la seguridad efímera que dan unas paredes altas y un balcón al abismo. El gato gris se estira y salta y viene, y somos dos anidando en la cama y respirando la noche desde acá arriba, donde la soledad se confunde un poco con la niebla.

1 comentario:

  1. Y yo, como en este preciso momento soy casi la actualización masculina de tu relato, tengo que decirte que todos necesitamos noches así. Y no tengo un gato pero tengo una cerveza al lado

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