Elegí un pantalón rojo, unas botas power pero casuales y una camisa negra con tachas doradas. Me traté de delinear los ojos con el resultado dudoso de siempre, me disfracé la cara y hasta me pinté los labios. El pelo lo tenía suave y me puse mi perfume más rico. A la hora que dijimos yo estaba saliendo para ahí y a los cinco minutos atravesaba la doble puerta para, desde la entrada del bar, mirar a la gente con curiosidad. Diez minutos después estaba volviendo a casa, sin estar muy segura de qué pasó. Veinticuatro horas más tarde sigo sin saberlo y pensando en que soy una idiota o él es un idiota o todos somos tan estúpidos que planeamos encuentros en los que depositamos expectativas y después seguimos solos porque algo falló en la maquinaria humana y ni siquiera entendemos qué. Capaz lo asustaron las botas.
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