martes, 24 de abril de 2012

highway to hell

Siempre digo que me voy a ir al infierno. Porque bueno, digamos que a veces me pongo un poco diabólica. No perdono una y despotrico y hago todo lo contrario a lo que se espera que haga una niña buena. He ahí lo interesante del asunto: ser buena es aburridísimo. Por lo menos ser buena según los estándares adoctrinados por nuestras ancianas maestras de prep y nuestras bellas familias de gente bien. No creo que yo sea mala malísima. Creo que soy buena en un sentido puramente instintivo. Pero es divertido decir que me voy a ir al infierno. Es lindo ver las caras de los otros. Porque para muchos, el infierno se parece más a lujurioso sauna lleno de sensuales inescrupulosos tomando daiquiris (como si eso fuera antiético y feo). Claro que quiero ir ahí si eso es el infierno! Pero bueno, si el infierno es esa cosa de Dante, capaz que está más heavy. Aunque si tuviera que imaginarme algo horrible, el infierno no sería eso. Sería otra cosa, algo tan asquerosamente mundano que sólo pensar en una eternidad de ello es un castigo satánico de por sí. 

Mi infierno es un lugar sucio y mal decorado. Los cuadros de las paredes están todos chuecos, y por más que los condenados intentan enderezarlos, no hay manera. No tenés ropa ni zapatos, sólo medias, y vas pisando charcos extraños todo el tiempo. De nueve a dieciocho te toca sacar pelos de los desagües. Muchos pelos, de todos los colores y largos, enroscados en sustancias inmundas y grumosas. Tenés que sacarlos a dedo, sin guantes. Después es la hora de matar cucarachas. El sonido crocante lo invade todo en ese rato infernal antes de la cena. Claro que, cuando llega la hora de comer, todo el mundo está asqueado. Apenas podés digerir el higado de bacalao, mucho menos los rabanitos. El menú no varía. Sólo en ocasiones especiales, tipo el viernes santo, que se celebra por todo lo alto, hay banquete en el infierno. Ahí mejora sustancialmente la comida: polenta fría, y de postre, alfajores vencidos. 

Después de la cena viene la depilación de bikini con cera hirviendo. Todos los putos días hasta el fin de los tiempos. Cuando terminan con vos, te llevan a un cuartito diminuto donde tenés que procurar dormir. Ahí no sólo hace un frío perpetuo sino que además te morfan sin descanso todo tipo de pulgas y bichos, y hay una gorda gigante que ronca como si fuera un tren. Y a la tres de la mañana te levantan con un trompetazo en la oreja y un chorro de vómito sobre la cabeza. Atravesás un corredor lleno de cachorritos de labrador muertos pudriéndose, te dan un rancio bombón de coco de desayuno, y te empujan a un salón donde se proyecta una película de cine mudo iraquí en blanco y negro. Duración: cuatro horas cuarenta. Si te dormís te hacen cosquillas hasta quedar en coma. Después a resolver fórmulas de química hasta que termines ciento seis ejercicios, y a las nueve te esperan otra vez los pelos en los desagües. 

Espero no merecer todo eso. Tendría que ser vilmente cretina para ir a un lugar así. Supongo que todavía no estoy para tanto castigo. Digo, no sé.

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