lunes, 6 de agosto de 2012

El hogar

Una huella embarrada de perro en un pantalón claro. Es lo único que evidencia que estuve ahí.

Una bienvenida extraña, pero a su manera cálida. Una invitación a pasar que no esperaba, y esa sala de estar luminosa y tibia. El sofá cómodo, la tele de compañía, el fuego ardiendo en silencio. El hogar.

No me sentí intrusa, y eso que lo era. Me sentí reconfortada. Las distancias del principio hicieron brotar las palabras, pero fueron pocas. Tanto las distancias como las palabras. Yo miraba y absorbía todo, el entorno, mi propia presencia ahí, la decoración de la cocina y los llaveros que colgaban al lado de la puerta. El sofá y su manta amarilla arrugada por el abrazo. El olor a cariño. La comodidad.

Después me invitaste a ver la niebla, que humedecía el mundo entero desde hace días. No la vi, porque mis ojos ya habían dejado de verla. Estaban haciendo foco en otras cosas, como en ese momento que le pertenece a tu espalda, y el que le pertenece a mi cabeza en tu hombro.

Y otra vez mirar las llamas, el calor, y la dificultad de la despedida. Seguir observando los detalles que hacen de una casa el hogar de una persona, como el elefantito de arriba de la estufa, o el girasol de al lado de la tele. La mesada de la cocina como ancla, la solidez de los brazos amarrados. Los dedos, el perímetro de los dedos, la suavidad de los dedos, la chocante humanidad de los dedos.

Los dedos eran lo más real de todo. Los dedos y el fuego y el elefantito. Y también, la huella embarrada de perro en mi pantalón claro.

Cuando me fui, la niebla me acompañó hasta casa, pero me dejó en paz en la puerta de entrada.    
 

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