jueves, 9 de agosto de 2012

La tía Julia

Las circunstancias de la vida me han transmitido una imperante necesidad de elegir un álter ego con el que identificarme. Un nombre, un personaje, una concepción de ser humano. Fue fácil. La tía Julia. Las primeras tres palabras del título de uno de los mejores libros del mundo. Un personaje de ese libro mágico, un ser que fue real y de verdad se casó con Vargas Llosa. Una tía segunda 14 años mayor pero que estaba buena y era tierna y se enamoró de él, que en ese entonces tenía 18. No duró mucho tiempo ese matrimonio, pero bastó para empezar a parir una novela. Y acá estoy, yo, la tía Julia, descendiente de ese idilio, un poco tía y un poco escribidor, no estoy buena pero soy tierna a veces, y no me quiero enamorar de alguien catorce años menor porque iría presa. 

Hoy me puse a remolonear un poco entre todas esas historias. Me acordé de que me identifico con Olga Arellano, la prosti de Pantaleón, pero también con su mujer, y con Pantaleón mismo, y que aunque quiero ser la madrastra Lucrecia, en el fondo siempre me parezco mucho más a Urania Cabral, la víctima no tan débil del idiota de Trujillo. Me acordé de que me identifico con Varguitas, con Pedro Camacho y sus entreveros grotescos de prime time radial, con la debacle del fin del mundo, con la niña mala y el pobre que vuelve a enamorarse de ella cada vez, con los que conversan en La Catedral, que no es una iglesia sino un bar, y cuya conversación me leí en dos tomos antiguos que me prestó mi abuelo. 

También anduve paseando por otros lados literarios. Me fui a África, donde Allan Quatermain me  fascinó cortándole una mano a un negro que estaba por clavarle una daga mientras dormía en una canoa. Me acordé de la amistad de Umslopogaas, después de tantos años y tantas cacerías, después de descubrir las minas de Salomón y de que Sir Henry Curtis se casara con una semidiosa en una civilización dorada donde abundaban los hipopótamos. 

Me acordé de los pibes de Enid Blyton; casi que viví más aventuras con ellos que con mis hermanas. Los cinco, los siete, los de aventura, los de misterio, las mellizas, Torres de Mallory y cuanta cosa caía en mis manos era leída con devoción y hambre. Por supuesto, no faltó Salgari y los Tigres de la Malasia, ni las historias de mohicanos, de mosqueteros, de niños que se quedan atrapados en una isla, de faros del fin del mundo, de príncipes y mendigos, de mujercitas, de caballos negros que ganan carreras, y caballos negros que viven en el Londres de la revolución industrial. Lo que más recuerdo de esos libros es la sensación constante de estar descubriendo cosas. La emoción. Pura, simple, conmovedora emoción por entender el mundo en un montón de páginas. Y admiración perpetua. Hasta hoy.

No me alcanza un blog para hablar de los libros que leí en mi vida. No tanto por la cantidad, sino por hacerles justicia. Sólo sé que algunos me marcaron más que otros, hasta el punto de encontrarme a mí misma descrita en ellos como un personaje fabricado de palabras. Fueron momentos reveladores. Íntimos. Lo más cerca de la magia que nos puede llevar un objeto.

Soy lo que leí, y eso me enorgullece.  

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