miércoles, 20 de marzo de 2013

Ídem

No me quiero repetir. Es una de las formas de la muerte. Repetirse. Aburrirse. Ser autorecurrente, cansarse de los recursos propios, de las propiedades discursivas, de las inocurrentes propuestas, de la belleza y la mierda de todos los días. Hasta me pudre la forma en que armo las oraciones tantas veces sin verbo, ese vicio que me horrorizaba cuando pensaba que escribir era mi destino. No sé si lo es; de momento estoy sin destinatarios, sin mensaje, sin un horizonte despejado. No descarto nada, excepto la repetición, que es inevitable al fin, así que es imposible descartarla. La esquivo, buscando cambiar el menú, y sin embargo caigo en los hábitos familiares que me hacen odiarme. Me repito eternamente, en las mañanas, en las comidas, en los ómnibus, en los escalones de la escalera de la agencia, en el encabezado de los mails y en la forma de sacarme los zapatos. Incluso en el lugar del suelo donde los deposito, en la silla que elijo en la mesa, en el café con leche. Me veo repetirme en los capítulos infinitos de series policiales, siempre la misma sangre. La ropa se usa, se lava, se usa, se lava. Alguna vez se tira o se regala y alguien repite el ciclo. Se plagian los días cuando están vacíos, que son muchas veces. El supermercado es una copia de mil supermercados y las caras de la gente son réplicas random de caras de gente por ahí. La repetición sin fin de calles y árboles y baldosas flojas. El cielo exactamente igual al cielo de ayer, o con variaciones de lo mismo. Los perros ladran como si estuvieran sincronizados con la rabia de la vida, y las cosas se mueren como si nada. Como si todo. El verano se funde en un invierno atrevido, el único invierno que hay, el que trae de vuelta los mismos blazers y los mismos dos pares de medias. Los colores no se inmutan. Las olas siguen en su irrompible letargo. Los autos pasan intermitentes, y la ciudad tiene un ritmo tan predecible como estéril. La sorpresa se extinguió, de la mano de otras cosas. Lo que escribo me genera el odio de lo ya visto. Un deja-vú gigante atormenta cada una de mis horas, en una letanía que podría ser pacífica, pero me angustia. Tengo miedo de ser siempre así. De contar las mismas cosas. De usar las mismas palabras. De no crear nada nuevo ni vivir nada nuevo ni encontrarme con algo original de golpe. De no ser capaz. De no poder reconocer el brillo de las cosas. De que nunca se me rompa de nuevo la cabeza con un libro o una idea. De que se me vicie el aire porque ya lo respiré todo. De que me arrope la monotonía. De que me trague la mediocridad. De que nunca nadie más me abrace como si ese abrazo fuera el único. Como si ese cuerpo fuera el último. Como si yo fuera nueva y sorprendente. Como si existiera la magia.

2 comentarios:

  1. Muy real eso que decís. Creo que a todos, en algún punto nos pasa pero no nos detenemos a pensarlo, y menos a hacer algo para que las cosas cambien.
    Creo firmemente que son sensaciones no eternas, y que un día de estos vas a poder escribir exactamente lo mismo pero al revés.

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  2. El elogio del tropo es este relato, demasiado alambicado y en exceso barroco.
    Y depresivo, triste...
    La depresión se trata. Sólo un comentario.

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