jueves, 12 de enero de 2012

sin filtro

En general me doy cuenta después de que ya abrí la boca. Me percato de que dije algo que al común de los mortales le parece un poco fuera de lugar, o que quizás califiquen como "demasiada información", o directamente me tachen de grosera. No sé, a mí tampoco es que me importe mucho. En general asumo el ridículo como parte de lo que soy, y digo las barbaridades que se me cruzan por la cabeza, intentando suavizarlas cuando son de verdad demasiado no aptas para cardíacos. Básicamente, no me importa mucho lo que piensen de mí (aunque a todo el mundo le importa, y quizás digo cualquier payasada para que piensen de mí ciertas cosas en particular), no me importa shockear a la gente, ni parecer desubicada, ni que me tomen por guaranga o exhibicionista. Es más, me gusta shockear y que los más conservadores de mis interlocutores manifiesten ciertos gestos de horror, o de sorpresa, o de qué-fea-palabra-que-acabás-de-decir, o de lisa aversión a escuchar hablar de sexo o de radicalismos, o con sinceridad extrema sobre los defectos (y a veces las virtudes) de alguien. Cuando veo el gesto de asquito, acelero. Meto quinta a fondo con el disparate que causó el rechazo, y lo engrandezco aún más, lo profundizo, lo extraigo de la oscuridad y lo dejo ahí, inesquivable y enorme sobre la mesa. Disfruto viendo como los demás intentan acomodarse. No sé, es una malicia bastante inocente. Sobre todo porque no digo disparates en los que no creo. Así que los monstruos que voy escupiendo en la conversación son parte del gran monstruito que soy, y son la evidencia de mi incapacidad de guardármelos. Qué le voy a hacer, a mí me gustan. Tienen algo de suicidas los pobres, y de tiernos, de vulnerables, de valientes. Se ponen ahí para ser acribillados o mirados con disgusto. Pero en el fondo de su extravagancia, subsisten. Saben que no están del todo errados.

No hay comentarios:

Publicar un comentario