domingo, 15 de enero de 2012

uruguaya

Son las dos cero cinco de la mañana y acabo de terminar un librito cómico y magistralmente descriptivo de la idiosincrasia uruguaya. Lo empecé hace menos de dos horas, así que "Lamentablemente estamos bien", de Leila Macor (venezolana ella, radicada en el paisito desde hace varios años ya) fue una lectura rápida y amena, y en la que me sentí inevitablemente identificada como un espécimen bastante típico de la uruguayidad.

Porque claro, somos elementalmente pacatos, vuelteros, humildes hasta el colmo y mediocres en el sentido más objetivo de la palabra. No paramos de hablar de pelotudeces como el clima o nostalgias pedorras de barrio. O sino, nos sentimos hasta cómodos en un mundo vigilado, donde todos te conocen, te vieron en pañales o fueron amiguitos de balneario de tus padres. Odiamos a los porteños por inercia, y nos queremos diferenciar radicalmente de sus aires creídos y su fiaca. Nos encanta pasear por Tienda Inglesa como si fuera un umbral místico hacia el exotismo y la felicidad (porque no hay Ikea en estas tierras), nos atracamos con dulce de leche y nada dulce es digno de nuestro paladar si carece del cremoso elíxir, y nos enorgullecemos de Maracaná como si se pareciera a la llegada a la Luna. Hacemos de la Noche de la Nostalgia un carnaval tenebroso del pasado, y con decidido masoquismo festejamos el dolor de ya no vivir en aquellos "buenos tiempos". No hay tema que nos amedrente; somos expertos en todo, hasta en lo que desconocemos. Y además, tiramos abajo un regalo aún antes de que el regalado lo desenvuelva, casi obligándolo a cambiarlo, y encima nos sentimos dolidos si de verdad lo hace.

No sé, este pueblo de frikis de la melancolía es tan curioso, a veces asfixiante, a veces cómodo y confortable como un par de zapatones de lana tejidos por tu bisabuela. Hay una magia rara, subcutánea, de ritmo lento, incluso desesperante, de atardeceres que no terminan nunca y mates eternos, en los que la saliva de todos los de la ronda convive en una promiscuidad fraterna, simbólica. Es como que los uruguayos queremos ser pequeños, lo llevamos como un estandarte, como un lema que en el fondo creemos que refleja nuestra grandeza pura, nuestra solidaridad, porque hacernos pequeños significa no ser mejor que nadie, ser del pelotón, de la masa popular; significa no veranear en Punta del Este, o, en caso de hacerlo, jamás hacer alarde de ello, amar u odiar la murga, pero nunca negarla, porque es parte de nuestra pequeñez, y por supuesto, hacer del acto de asar un cacho de vaca una ceremonia ritual equiparable, en respeto y compromiso, a la asistencia a misa, y quizás más venerada todavía que cualquier comunión religiosa, porque ese simple hecho de encender un fuego y colocar diferentes productos cárnicos sobre una parrilla nunca es simple, e implica toda una semiótica de la escala de valores de los uruguayos, para los que compartir la carne es el máximo gesto de camaradería, amistad y familia.

Entonces a pesar de las esperas en Antel y los giros dramáticos inesperados que siempre conlleva realizar cualquier trámite en este país, a pesar de la mugre y las cacas de perro en la vereda, a pesar de la mediocridad manifestada como una consigna de valientes, que en realidad iguala hacia abajo, no hacia lo pequeño y humilde, sino hacia lo mínimo y pobre, a pesar de todas esas ideas ambiguas y enfrentadas que forman la nacionalidad uruguaya, creo que somos un lindo conjunto de cosas y gente, de lugares, de rutinas y rinconcitos.

Ahora, habiendo cerrado el libro y después de sentarme frente a la compu en el escritorio de papá, oliendo la humedad y el fresco de la noche que entra por las ventanas abiertas, después de un fin de semana en Montevideo en pleno enero, me siento afortunada y feliz. Hoy domingo no hubo una parrilla pero hubo ravioles en familia, y ayer no hubo mate pero sí daiquiris con una gran amiga de la facultad (la que me regaló el libro de Leila Macor) y su novio, y el atardecer eterno lo vi caminando con uno de mis mejores amigos por la rambla llena de gente jugando a la pelota o viendo pasar los autos en una sillita de playa, termo en mano y chupando una bombilla babeada por todo el grupo circundante, y tan felices ellos como yo viéndolos.


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