Recuerda que estaba alterado. Alterado, pero no loco.
Luego una aguja y nada más. Oscuridad. Silencio.
Había despertado en un cuarto blanco y cegador. Las paredes eran
mullidas pero áridas. Estaba desorientado y confuso. Agotado.
Luego de unas horas lo habían sacado de esa habitación desnuda y llevado
a un dormitorio inhóspito. Había varias camas alineadas contra una pared. La
puerta y la ventana tenían rejas. Afuera era invierno. Adentro también, porque
casi todo era blanco. Los azulejos, los muebles, la ropa de los enfermeros.
Él no entendía mucho, la droga lo adormilaba. Escuchó gritos y voces,
quiso liberarse de esos brazos fuertes pero no podía mover ni los dedos. Los
párpados lo traicionaban. De nuevo oscuridad.
De a ratos despertaba, cuando sentía otro pinchazo buscando sus venas.
Pasó mucho tiempo antes de que sintiera su mente sin nubes. Empezó a entender.
Cuando comenzaba a quejarse lo sedaban de nuevo.
Él no estaba loco. No pertenecía a ese mundo de idiotas, de seres
errantes que no controlaban sus extremidades torpes. No era como esos hombres
que parecían bebés porque se meaban encima. No tenía problemas mentales como
aquellos que se comían el papel higiénico, ni como los que bailaban una danza
interminable e inconexa entre risas monótonas, ni como los que lloraban en un
rincón porque habían perdido un sombrero. No se creía Napoleón ni corría
desnudo por los pasillos. No estaba loco, no debía estar ahí encerrado, uno más
en ese montón de desequilibrados.
Él trataba de explicar que su cabeza funcionaba bien. Les gritaba a los
enfermeros y a los médicos que no pertenecía allí, que estaba sano y cuerdo.
Parecían no escucharlo, lo miraban con pena o impaciencia y le inyectaban
tranquilizantes. Él luchaba y perdía. El sueño llegaba siempre y lo obligaba a
callar.
Así pasaron semanas. Fue perdiendo la rebeldía y se acostumbró a su vida
de paciente psiquiátrico. Sabía que su estado mental era saludable y que era
una injusticia mantenerlo allí, pero veía que su única opción era aparentar
resignación. Los haría creer que era un chiflado sensato. Apenas le dieran la
oportunidad, escaparía del manicomio.
Al principio no lo dejaban ni abandonar la cama. Tenían miedo de otra
reacción histérica, de otro brote de negación obstinada. Pero cuando vieron que
su comportamiento era bueno lo dejaron moverse por el dormitorio. Se mantenía
alejado de los demás pacientes y era dócil con los enfermeros. Casi no hablaba.
Cuando lo hacía era para pedir agua o un cigarrillo.
Ya no lo drogaban tanto. Un día le permitieron caminar por el corredor.
Lo vigilaban poco. Luego de un par de meses ya lo consideraron un enfermo
inofensivo y lo dejaban vagar a sus anchas por el interior del gigantesco
edificio.
Él buscaba su oportunidad. Pasaba horas mirando por las ventanas hacia
la calle, elaborando planes sistemáticamente y calculando sus chances de
llevarlos a cabo. Las puertas que daban hacia afuera estaban siempre con llave.
Los enfermeros circulaban por los pasillos como soldados de guardia. El
hospital parecía un fuerte.
Un día creyó que el sol brillaba con más fuerza y descubrió que una de
las puertas que daban al exterior estaba abierta. De par en par. Era demasiado
bueno para ser verdad, pero no quiso desperdiciar el milagro. Dio un paso y ya
respiró libertad.
El cuerpo se le avivó de repente. No podía creer que eso verde ante sus
ojos era el pasto, que veía árboles y pájaros y nubes sin un cristal y una
serie de barrotes de por medio. Corrió hasta un cuadrado de césped y se
arrodilló a tocar las pequeñas plantas. Todo olía a vegetal, con un aroma
desaforado y penetrante. Tomó un puñado de pasto y corrió tirándolo sobre su
cabeza, saboreando la velocidad y la alegría de sentirse un hombre sano, un
hombre cabal. Gritaba y reía.
Corrió más, buscando alejarse del edificio maldito que lo había
atrapado. Nadie salía a buscarlo aún. No lo echaban de menos todavía, tenía
tiempo de encontrar un taxi, un ómnibus, algo. Pero no había llegado a la calle
todavía, aunque sentía los motores en alguna parte, ronroneando y esperándolo.
Se metió entre los árboles, pero estaba confundido. No veía la calle por
ninguna parte, solo el manicomio gris allá atrás, y él corría más y más entre
los álamos y cipreses y plátanos, entre arbustos y matas de hortensias, y no
veía más que la fachada llamándolo, y nunca la calle, nunca un mísero peatón o
un vehículo.
Siguió escabulléndose entre la vegetación, que era cada vez más
abundante, que se regocijaba en la primavera reciente y arañaba sus brazos como
pidiéndole que se quede. Él quería escapar, su corazón se aceleraba con la
huida, sus ojos buscaban algo que no alcanzaban a ver. No descubría ninguna
pista de asfalto, ningún transeúnte, ningún estúpido edificio que no fuera el
que acababa de abandonar. La desesperación le iba ganando el pecho, la
respiración llegaba al límite.
Luego lo vio. Una silueta sentada tras un cantero de margaritas. Por fin
podría preguntar hacia donde dirigirse para salir de allí. Se acercó al hombre,
que parecía estar tomando un descanso para almorzar. No le veía la cara porque
estaba inclinado hacia adelante, masticando con energía algo que se llevaba a
la boca de a ratos. Verlo le dio hambre.
Ya casi llegaba. Podía estirar el brazo y tocarlo, y lo hizo cuando el
otro pareció no percatarse de su presencia. El hombre levantó la cabeza y lo
miró. Le ofreció de lo que estaba comiendo. Lo tomó y se sentó a su lado.
Rieron. La desesperación se había esfumado.
La enfermera que los veía desde la ventana del segundo piso suspiró.
Otra vez tendría que ir al jardín a poner orden. Era la tercera vez en la
semana que aquel maniático comía margaritas. Y ahora había encontrado compañía.
Tendría que llevar un paño para limpiarlos. Se habrían babeado todos. Y al otro
tendría que bañarlo urgente, porque ya había visto cómo se había revolcado en
el pasto. Se había embarrado hasta las orejas. Y eso que era un loco tranquilo.
Siempre pasaba lo mismo en los primeros días que abrían las puertas al
jardín, cuando empezaba la primavera.
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