lunes, 12 de noviembre de 2012

Navío

Lo importante de un barco no es si tiene habitaciones en suite, jacuzzi, una cubierta de setenta metros o un buen chef. Tampoco es de relevancia cómo se vistan los marineros, ni el nombre que lleva escrito en el casco. No hay que juzgarlo por el brillo de la madera del timón, por la artesanía del mascarón de proa, o por el lujo que encierren sus camarotes. No viene al caso si de él cuelga un jet ski, o un gomón para ocho. 

Lo importante de un barco es la robustez de su porte, la agudeza de su quilla, la seguridad de su proa. Lo que es realmente clave es lo que esconde el cuarto de máquinas, la carga de la bodega, el ensamblaje oculto de su estructura. Lo indispensable es la agilidad de sus velas, la ternura con que lo mecen las olas, la resistencia frente al temporal. Lo trascendente es que evite ser naufragio, que no suspenda el curso, que navegue firme, que se llene de viento. 

Una embarcación digna no necesita llevarte a buen puerto, porque ella se convirtió en tu ancla. 

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