miércoles, 2 de mayo de 2012

distancia


Seiscientos sesenta kilómetros de ruta me esperan mañana. Me los quiero tomar con calma y velocidad. Quiero concentrarme en las rayas blancas que parten el asfalto y en adelantar a los camiones. Quiero cantar lo que suene en la radio y parar a tomar un café en Young,  seguir y parar a comer en Salto, seguir y llegar a ese rinconcito del norte donde esperan mis padres y mi montura y unos caballos para ensillar, y el fuego de la estufa para hacer las costillitas y los gatos salvajes mirándonos con codicia en la ventana. Voy a mirar con melancolía a la piscina seca, vacía, llena de hojitas y arañas y recuerdos de baños helados. Quiero madrugar y recorrer y abrir porteras y que radio Sarandí nos ambiente la hora del almuerzo. O Strauss la cena. Pienso leer, caminar, saludar a los perros, agarrar la moto y perderme por ahí. También hago planes para pensar y sentir y escucharme. Y saber. 

Bendita distancia y ratos a solas. Me curan un poco de ser excesivamente yo, y de dañar, también excesivamente. Me aíslan de ese cansancio de mí misma,  de esa concentración de atención en mí, de esa tensión de no entender, de todo eso que sobra y que me resulta ajeno y extraño. Me escapo del temor, aunque sea dos días y medio. De la duda, del desconcierto. De los días flojos de poco quehacer. De no saber qué contestar a algo que me desborda. De la incomodidad de seguirme la corriente. De no comprender y sentir que estoy sola rodeada de gente, porque esa soledad de campo y nubes no es tan soledad. De hundirme y volar y hundirme y volar y hundirme. Me evado de cosas que en realidad no se van, pero por lo menos, las miro desde un lugar más verde. 

No quiero herir ni helar ni llenar de esperanzas. No sé manejar presiones que hace mucho que no sentía. Quiero que surja natural todo, como lo era mientras eran sólo palabras. O lo parecía. Me ahogo a veces, en lo extremo, en lo cursi. Me siento atrapada en el miedo perpetuo a que duela, en la demostración que se lleva todo por delante, y en los planes que de golpe se me aparecen en frente, como una puerta ineludible que ni siquiera sé si quiero abrir. No quiero lastimar, pero ya no sé cómo se mide eso. 

No quiero decir cosas que no siento. No quiero rechazar cosas que por ahí valen la pena. 

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