domingo, 13 de mayo de 2012

Random

Mataron a un empleado de La Pasiva. Los informativos emitieron el video del disparo y posterior robo. No sé si está bien que lo emitan. Pero quizás sin eso, casi que nos daría igual. Los medios nos pusieron en la cara una realidad innegable: mataron a un señor por nada. Por absolutamente nada. Esas cámaras de seguridad nos ilustraron algo que sino sería casi una anécdota más del pozo de violencia en que nos vamos hundiendo. No sé si está mal que lo muestren. Quizás reaccionemos con eso. Quizás el horror de verlo filmado nos acerque al horror de saber que pasó en la esquina de mi universidad, y que mañana me pueden matar por el mero hecho de comer una muzzarela. O comprar un kilo de azúcar. O pagar una cuenta en Abitab. Es decir, morir por nada. Porque estabas ahí en el momento en que a un monstruo de 16 años, o 13, o los que le tome llegar a ese no retorno social, se le ocurrió apretar un gatillo fácil. No sé. No entiendo. Lo éticamente dudoso parece correcto al lado de un asesinato.

La vida se me volvió a estancar en la espera. Odio la espera. Por algo heredé la ansiedad de papá. No sé esperar. No me sale bien, me cuesta. A veces hasta el punto de que me convierto en alguien aborrecible. Y tengo que esperar un poco, antes de insistir otro poco. Me distraigo, me evado, me entretengo. Y a la vez no, porque vuelvo a esa asfixia de necesitar que pase algo. Así estoy estos días, medio asmática. Mi vida por un remedio. Mi ocio por un trabajo.

Me contaron la historia de un micropene. Me la contaron con un coro de carcajadas de fondo, entre puchos sin fin y cerveza que iba acumulando envases sobre el mármol de mi cocina. Sí, nos reímos sin misericordia del ínfimo falo del amigo de una amiga. Aparentemente, tenía el tamaño de un encendedor Bic. Pero de los chicos. Un horror. No hay con qué remar eso. Mi amiga se lleva el premio a la generosidad por hacer la vista gorda (sólo la vista, lamentablemente) y el pobre pibe se debe llevar años de terapia cada vez que se baja los pantalones.

Fue el día de la madre. Ya termina, por suerte. Quedan cuatro minutos. Pero fue un buen día de todas formas. A mi madre le compré un libro (que me gustaría leer a mí). Ella volvió de Buenos Aires y me trajo tres remeras. Y cuatro esmaltes de colores estridentes para las uñas. Al final, me fomenta las rebeldías. Algún día, en vez de comprarle un libro, me gustaría escribirle uno.

No me gusta tener el control siempre. Aunque siempre lo tenga. O casi siempre. Muchas, muchas veces, lo que busco es que me mandoneen un poco. O que me guíen. No tengo todas las respuestas y tengo esa enfermedad de necesitarlas constantemente. Un "¿Qué?" no son tres letras interrogativas. Es una manifestación de inseguridad gigante, y un "Haceme sentir que te entiendo".

Hoy vi con mi abuela paterna fragmentos de la película "The Edge", esa en la que Baldwin y Hopkins y un negrito tienen que sobrevivir en el bosque y se encuentran con un oso que se morfa al negro y no sé cómo sigue porque siempre que veo partes veo las mismas: cuando el oso los ataca y poco más. Mi abuela es española pero vino a Uruguay cuando tenía diez u once años. Mi abuela tiene 86 años y Alzheimer. Vive en una especie de mundo propio donde no sé qué hay, pero no hay mucho ya. Pasa los días sentada en un sillón, y a veces la pasean en silla de ruedas por la cuadra. Hoy, en la película, el negro (que tiene nombre, Harold Perrineau) se hizo un corte en la pierna. Y mi abuela al ver la sangre, hizo un gesto de asquito y me dijo "Ay, eso me da dentera". Dentera. Nunca se lo había oído a ella. Será algo que rescató naturalmente del vocabulario de su infancia en San Sebastián. Me dio ternura. Mi abuela, ahora, me causa eso. Una ternura torpe y extraña.

El jueves pasado fui a un velorio en Martinelli, en la sala Ámbar (no sé cómo pretenden que ubiques dónde queda la sala). Apenas pisé la sala, pero estuve en el pasillo de afuera, donde se para casi todo el mundo para ser educadamente menos gris y ponerse al día de los chismes. De la sala mismo veía poco. Pero me llamó la atención el cuadro que estaba al lado de la puerta. Era una especie de seudo Pollock con manchones grandes contrastantes sobre un fondo que era marrón o gris o algún tono así. Las manchas eran negras y rojas. Rojas. Grandes. Llamativas. Difícil que en una sala de velatorios eso no evoque sangre y muerte. Para meditarlo en Martinelli y llamar al orden al decorador.

No hay comentarios:

Publicar un comentario