miércoles, 30 de mayo de 2012

Micromemorias viajeras

Un parque muy verde y lleno de flores donde paseaban dos caballos raza shire y yo comía un cucurucho de frutilla y crema sobre el pasto. Hampton Court me envidiaba a mis espaldas.


Un tipo me seguía junto al río en Granada. Era de noche y yo volvía al hostal. Me hice la boba en una esquina donde había gente, y me até el champión. Él tuvo que seguir, y lo perdí de vista.


Conmoción total en la plaza de Jemaa El Fna. El café Argana explotó en un atentado donde murieron 15 personas. Acabábamos de aterrizar en Marrakech y el caos nos daba la bienvenida.


Sentadas en las escaleras de Montmartre escuchábamos a los músicos callejeros y descansábamos un rato los pies. El frío era intenso, pero nos rodeaba una atmósfera dicharachera y relajada.


En un hostalito de San Sebastián yo hacía chistes de chinos mientras tomábamos vodka y hablábamos con nuestros compañeros de cuarto. Uno era achinado, pero me enteré después.


Nos refugiamos del viento cortante de Berlín en un Mc Donald`s a las seis de la tarde. Hablamos un rato largo de nuestras concepciones de la vida y no pude convencer a mi amiga para ir a patinar sobre hielo. 


En Zaragoza aprendí lo que son los pinchos. Esa noche, entendí la vida española del tapeo y las cañas. También entendí lo que es morir de frío y que alguien te quiera a pesar de todo.


En el Camp Nou descubrimos que la entrada era muy cara (28 euros). Yo aproveché para ir al baño y me equivoqué. Entré y un hombre me dijo "Aquí no es". Morí de vergüenza y me sentí una sudaca boba.


Todo parecía normal a la mañana siguiente, pero las señales estaban. Atenas había hervido como una olla a presión. El gas lacrimógeno llegó a hacernos llorar. Corrimos entre los manifestantes.


Fuegos artificiales rodeaban el ayuntamiento. Madrid se engalanaba para despedirme. Yo lo contemplaba helada sobre uno de los canteros de la Castellana, mientras comía gomitas con dos amigas.


Unos pases de pelota y una cámara de fotos en manos de dos niños encantadores. Famara en todo su esplendor nos invitaba a almorzar en un bolichito del que no nos levantamos hasta que cayó la noche.


En una tienda de sombreros en Santiago de Compostela una viejita con autoridad le vendió un sombrero de Panamá a mi abuelo. Se lo cobró con autoridad también. Mi abuelo pagó feliz.



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