martes, 22 de mayo de 2012

La casa

Desde la vereda es perfecta. Tiene una fachada simpática, blanca, con cuatro ventanas amplias y una puerta verde grisácea. Uno de los cristales está abierto, y la cortina blanca se vuela hacia afuera. Todo en ella invita a entrar, a vivirla y ser parte de ese hábitat prometedor.

Una alfombra en el recibidor esconde la mancha oscura que nadie pudo sacar del parquet. La madera absorbió la sangre como una servilleta, y el recuerdo yace en forma de charco persiste bajo la estridencia de ese kilim turco, cuyos colores apenas disfrazan la evidencia. Es lo único de la casa que delata que ahí se desangró alguien. 

Un limonero retorcido pero lleno de barrio y encanto adorna el jardín delantero, que tras el murito parece esperar niños y perros y festejos de cumpleaños. El pasto está prolijo, parejo, perenne. Como que pide que lo atraviese una pelota. Dos maceteros de color ladrillo rebosantes de geranios flanquean la puerta principal. 

La escalera que lleva al segundo piso está nueva, flamante. Pero no hubo forma de hacer que el tercer peldaño no crujiera. Y la baranda, si bien está asegurada y estable, vibra con cada paso hacia arriba. No queda rastro de los tres barrotes partidos, ni nada que indique que fue allí donde le partió el cráneo, contra los barrotes, y que luego la hizo caer, rodando, hasta aterrizar su cabeza ya inerte en el tercer escalón.

El portoncito que separa la vereda del jardín está recién pintado. Un camino de adoquines lleva al visitante directo al porche, donde un llamador de ángeles tintinea suave, sin molestar. En la pared, ocho clavos sostienen cuatro números de bronce: tres dos seis nueve. Legibles, firmes, y alejados de la enredadera que, cuidadosamente, va abrazando el perímetro del pequeño alero, le dan un aire importante a la fachada. 

En la habitación principal reina un silencio que impone. Apenas se oye algún vehículo que pasa por la calle. Los sonidos de los pájaros, el viento, hasta el llamador de la entrada, permanecen respetuosamente al margen. Como si supieran que ahi empezó todo por última vez. Como si todavía oyeran el eco de la paliza. Las embestidas de los puños en la cara, las costillas partiéndose, los gemidos angustiosos de ella. Como si quisieran olvidarlo todo bajo la densidad del silencio opresor. 

De una rama del limonero cuelga uno de esos comederos de pájaro con forma de casita. Una casita de cuatro ventanas, igual de blanca y luminosa que la que le da sombra al jardín en las mañanas. El alpiste no falta; tampoco faltan los gorriones que se acercan a picotearlo. Lo único que afea un poco la imagen de hogar es el cartel gris, con tipografía invasiva en rojo y negro. Se vende, dice. Pero se ve desteñido y sigue acumulando telarañas.

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