miércoles, 2 de junio de 2010

michelle

**** (algo que escribí hace tiempo)

No hay galletas para él en su plato. El agua está vieja y tiene gusto feo; una galleta hinchada y deforme flota en el centro del bol. Nunca toma agua de su bol si puede evitarlo. Prefiere la leche, cremosa y fresca. En realidad no. Prefiere el yogur activia de frutilla. Y el agua, sólo corriente. Es decir, pide que le abran la canilla del lavatorio y se agazapa sobre el mármol para tomar, aunque tenga que mojarse la cabeza. Es temprano y tiene hambre. Michelle decide sentarse a esperar a que alguien aparezca.

Los ruidos no tardan en oírse. Unos pasos, el pestillo de una puerta y ésta que finalmente se abre. La voz, cariñosa, se hace oír apenas ella lo ve. “Hola bichito lindo”. Una mano joven con dos anillos de plata se le escurre por el lomo. Michelle ronronea y se enreda entre las piernas de ella. Como si las cuatro patas peludas y los dos pies humanos estuvieran jugando a pisarse sin llegar a hacerlo, Michelle y ella llegan a la cocina. “No tenés nada para comer, gato gordo”. Miau, miau, miau.

Ella llena el plato con galletas cat chow –son light, porque Michelle pesa cinco quilos, todavía no es obeso pero está por serlo-- y se prepara un café con leche en el microondas. Son las siete de la mañana. El sol pestañea entre la ropa que se seca en el lavadero. En silencio, ella se sienta a la mesa, todavía medio dormida, y empieza a beber despacio su desayuno. Michelle, aburrido después de morder dos o tres galletas nada interesantes (tienen verdura!), le olisquea los pies descalzos, agazapado entre los barrotes del taburete. El aire tibio de la nariz húmeda junto con el roce de los bigotes largos y blancos le hace cosquillas en los talones fríos. El mimbre del asiento es duramente atacado cada tanto por un zarpazo juguetón.

Ella sonríe y se termina el café. “Chau Mich”. Al gato le cierran la puerta en las narices. La cocina vuelve a quedar en silencio, y Michelle se sienta taciturno a esperar que llegue la hora en que lo dejarán atravesar el corredor que va hacia los cuartos, donde puede elegir en qué cama estirarse y dormir la siesta, donde nadie lo va a rezongar por subirse a una mesa y donde puede explorar a su antojo y quizá, si le da la gana, jugar con algún adorno hasta estrellarlo contra el suelo, por el puro placer de hacer una travesura.

****



Yo siempre quise (y todavía quiero) tener un perro. Pero hasta que tuve a Michelle en casa, no sabía lo bien que este animalito le iba a hacer a mi familia. Para mis padres, que ya empiezan a vislumbrar el nido vacío, es como un bebé que nunca crece. En realidad para mamá. Para papá es un objetivo al cual es necesario torear, molestar y apretar. Michelle lo odia, pero papá adora torturarlo cariñosamente. Para nosotras es un abrazo peludo y calentito en cualquier momento. Y a todos nos da una paz gigante verlo dormir enroscado en una frazada.

Como bebé que no es pero que aprovecha para camuflarse como tal, hace desastres. Pero pocos, y más que molestias, causan sonrisas. Siempre pero siempre lo perdonamos. Llevarlo en el auto es una pesadilla, y de noche, a la hora que todos duermen (siempre las 4 o 5 de la mañana), a él se le da por rascar puertas o tirar cosas de vidrio. Pero es Michelle, el rey del hogar, y nadie puede enojarse mucho rato con él. No sé si lo sabe pero este gato es una razón no pequeña por la que esta familia sonríe cada día. Creo que sí lo sabe, y por eso lo explota. Para mí que piensa. Algún día de estos se pondrá a hablar.

No hay comentarios:

Publicar un comentario