viernes, 14 de octubre de 2011

lo fatal



"ser y no saber nada, y ser sin rumbo cierto,
y el temor de haber sido, y un futuro terror...
y el espanto seguro de estar mañana muerto"

(fragmento de Lo Fatal, de Rubén Darío)

lo veía todo. sabía lo que estaba ocurriendo en cada lugar. nunca había estado tan empapado de la realidad mundial, de los conflictos, los fenómenos, las manifestaciones, las guerras, las cumbres y las estadísticas. nunca había tenido tanta información a sus pies, y menos aún había sentido que lo dominaba casi todo, y que era insaciable. veía las noticias dos o tres veces por día en la televisión, y otras tantas en internet, y en el periódico gratuito del metro. jamás se había sentido portador de tanta cultura general, de tanta película vista, libro leído y museo visitado. menos aún se había imaginado que a su edad habría recorrido muchas de las ciudades más importantes del mundo. y varias de las no tan relevantes.

le podías preguntar cualquier cosa. él hablaba de todo, sabía de todo, siempre tenía el último dato. entendía de redes sociales, conocía el lugar perfecto para encontrar lo que buscaba. era, de alguna postmoderna manera, una especie de sabio. una sabiduría efímera la suya, pero que se acumulaba sin descanso, y por lo tanto, lo convertía en un archivo andante, un stock inagotable de información, la mayoría inútil, pero copiosa e innegable.

el problema era que su vida se iba cargando de actualidad, y vaciando de sentido. la cercanía con otros era algo cotidiano, pero tan profundo como un lago seco. estaban ahí los demás, sí, a través de una ventana de skype o de un teléfono, en las frases espontáneas de un mail, en el recuerdo afable de otros tiempos. pero en realidad no estaban. él mismo no estaba. vivía en piloto automático, en un constante absorber de nociones, pero compartiéndolo con la nada. se le habían ido las emociones por lo real, lo tangible, mientras se alegraba por la primavera árabe allá lejos, o se quedaba horas llorando por culpa del tsunami japonés.

un día, leyendo a saramago, pensó que lo mejor del mundo era poder olvidarse de él de vez en cuando. y sumergirse en esas ridículas cotidianeidades en las que, absortos, somos felices. como cuando un niño corre descalzo por el jardín. le dio tristeza entender que no hay que ser sabio para darse cuenta.

lo primero que hizo fue cerrar el libro, que no le entretenía de todos modos. lo segundo, quitarse los zapatos. acto seguido encendió el televisor, porque estaba empezando el informativo de las nueve.

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