lunes, 10 de septiembre de 2012

Dueños de todo

Lo que tiene vivir una historia con alguien es que se te apropia de los lugares, de los ritos, de los objetos cotidianos. Los contamina todos de su recuerdo salobre, de la nostalgia chaucha de la lejanía, del pasado, una vez compartido y risueño. Hacer determinadas cosas, cuando él o ellos ya no forman parte de tu diario existir, implica una noción de estar incumpliendo un compromiso, de estar siendo infiel, una culpa de haberlo superado, o justamente de lo opuesto, una forma de retenerlo en actos que fueron parte de una liturgia especial, y que ahora, sueltos, sin estar al servicio de una circunstancia más amplia, de una estructura simbólica de pareja, parecen ser acciones huérfanas y, ante esa misma orfandad, las transformamos en minúsculos homenajes a la memoria.  

Los chivitos de La Pasiva (uno de carne y uno de pollo) y el McFlurry de dulce de leche y oreo de McDonald`s son patrimonio de la persona con la que supimos hacer de ellos un monumento gastronómico. También la totalidad de la zona de casas de repuestos de Montevideo, el Salto del Penitente, Atlántida, la aerosilla de Piriápolis, el faro de Colonia y casi todos los de la costa, el bar esteño Moby Dick y la mayoría del territorio centro sur del país. Además del banco de plaza de La Cigale de Roque Graseras, todas las camionetas fiat grises, las bandas de música tropical y los perfumes Aqua di Gio y Bulgari. Es mucho para pertenecerle a una sola persona, y hay mucho más guardado todavía, pero él es quien me viene a la mente cada vez que vivo de cerca alguna de esas cosas, como una llamarada fugaz de cariño y comprensión, y un dejo innegable de añoranza. 

Por otra parte, las calles del barrio Salamanca en Madrid, las máquinas que lavan las calles de madrugada, Pachá, los autos rojos con una cinta amarilla y roja colgada del espejo retrovisor, el Kentucky Fried Chicken, el Monasterio de Piedra, Zaragoza, un rincón del Parque del Retiro, la sección de corbatas de El Corte Inglés, la carne de ñandú, los bosques de los alrededores de Pozuelo y hasta lugares a los que nunca fui, como Javea, le pertenecen a alguien que se quedó en todos esos lados y ahora probablemente los visita con quien tiene total jurisdicción sobre sus recuerdos. 

Hay cosas que se me borraron un poco, pero de alguna manera le siguen perteneciendo a quien las vivió conmigo por primera vez. La Estada, aunque es un bar que creo más mío que suyo, los sandwiches de lechuga y jamón (que son de su padre), una parada de ómnibus de Luis Alberto de Herrera, la calle Francisco Simón, la película Monsters Inc., Moviecenter casi por completo, una sala de operaciones en el Hospital de Clínicas, los sugus, las canciones de Metallica y Ozzy Osbourne, y algunas rutinas más, que seguro existen pero mi mente las bloqueó relativamente, por motivos que algún día se me harán más claros.

Y después están otras cosas, que quizás por recientes, por cálidas, se las adjudiqué a alguien. El rinconcito de Kibón con bancos que miran al agua. Los autos azules que paran ahí. El gtalk todo. El shawarma, y también ese otro punto de la costanera donde almorzamos ese día. El semáforo maldito de Av. a la Playa y Av. de las Américas, y todos los pozos que lo circundan. Los antros nocturnos de la intelectualidad tuitera. El Benetton hot o cold, nunca lo sabré. Los diarios universitarios que nunca salen. Soriano y Paraguay y la vieja que nos alcanzaba el control remoto. El bar de los desayunos. Y no mucho más. Pero alcanza. 

Al final, el universo mental se me compone de un collage del que todos se van apropiando un poco. Es colorido, es mágico. Fue feliz. 

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