lunes, 11 de julio de 2011

memorias I

me acuerdo de la sensación de aventura que nos provocaba. el hecho de que fuera de noche, y perderse en el campo, y la amenaza de feroces bestias como liebres y zorritos acechando ahí afuera... todo sumaba para que cuando papá, después de la cena y del informativo en la televisión en blanco y negro, propusiera ir a cazar, nosotras tres saltáramos de excitación y alegría.

entonces papá abría el armario prohibido que hay en el living, ese de puertas de vidrio esmerilado, como con rombos, que trasluce misteriosamente las formas y colores de lo que encierra tras sus puertas, y sacaba una caja donde guardaba un farol que -en aquellos tiempos para mí era magia- se conectaba al auto y emitía un haz muy potente que cortaba la noche. también seleccionaba, del estante que rodeaba la chimenea, unas cajitas pequeñas llenas de balas. y por último, descolgaba el rifle de la pared al lado del barómetro, apagaba el motor que generaba la luz para todo el casco de la estancia, y en silencio y penumbras, nos subíamos al auto.

el auto era, en ese entonces, la camioneta paratí celeste, o una gris, anterior, o el fiat uno blanco de mamá. papá enchufaba el farol, y yo generalmente iba en el asiento del copiloto, sosteniéndolo, y fascinada con la tarea de descubrir lo que nos escondía la noche gracias al poder iluminatorio del foco. tenía un cable negro que era enrulado, y a veces se me enganchaba en los pies, especialmente cuando papá quería agarrarlo rápido para poder dispararle a algo sin estar medio a ciegas. íbamos despacio, calladitas -o intentándolo-, hasta que en el círculo de luz aparecía una liebre, o, en raras ocasiones, un zorro. a los zorrinos y mulitas no los considerábamos presas. a las liebres había que matarlas porque se comían los arbustos del parque de mamá. a los zorros, porque se comían los corderos. jabalíes había pero nunca vimos, por lo menos no en esas noches de cacería.

cuando veíamos los ojitos brillantes y encandilados de una liebre, papá me decía que la iluminara bien, y probaba acertarle con alguna bala. la detonación siempre me sorprendía. creo que la mayoría se salvaban, por suerte, porque ni siquiera las comíamos, y hoy me parece cruel matar a esos bichitos. había una especie de morbo raro en mi interior. por un lado, quería que mi padre la alcanzara, y por otro, quería que se escapara ilesa. los zorros eran un poco más malignos en mi imaginario infantil, pero también, en esa lucha contra el cazador, inevitablemente me dan pena todos los animales, y quiero que se escabullan a la seguridad de sus madrigueras.

mis hermanas y yo la pasábamos bien de cualquier manera, hubiéramos cazado algo o no. lo emocionante era la oscuridad y sentirnos grandes, sentirnos incluidas por nuestro padre en un programa tan serio como era la caza, que involucraba una escopeta y balas y una luz todopoderosa. papá nunca fue un muy buen cazador, y eso me alegra, porque no va con su naturaleza, y le va mejor enseñándonos a respetar a los animales del campo que a matarlos. creo que se arrepiente de alguna que otra liebre asesinada, y hoy se esmera en proteger a los yacarés -en extinción- que andan por las cañadas de la estancia. de hecho sabe cuántos son y dónde toman sol y a veces hasta se desvía en la avioneta volando bajo para verlos.

la aventura de cazar con papá siempre tenía más sabor cuando volvíamos a pie hasta la casa. no por la diversión de caminar en plena noche, en zapatillitas, por el medio del campo lleno de espinas y cardos y bosta y charcos, con nuestras patitas cortas y de cansancio fácil. sino más bien porque a papá, con su amor por los recorridos complicados, se le había ocurrido incrustar el auto en un cenagal imposible, de donde, después de intentar empujar, escarbar, retroceder y forzar el motor de todas las formas, no había podido salir. y ahí terminábamos yendo los cuatro a través de la noche hacia la casa, pinchándonos, pero con una sensación feliz -por lo menos yo, no creo que papá, porque arrastraba a dos de la mano y cargaba a una demasiado chica para volver a pie, y nos iba hablando de cosas para que no nos asustáramos, o, justamente, para asustarnos más-. y en casa nos esperaba mamá, de camisón blanco, y con alguna luz encendida, y nos metíamos en las camas con esas frazadas pesadas de color bordó. y la noche quedaba afuera, y todo era refugio y paz y dormirse con una aventura más a cuestas.

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