domingo, 27 de noviembre de 2011

a tres semanas

Pienso en una extensión de verde gigante ante los pies de mi yegua y, a su lado, un pequeño ser que corretea sin entender muy bien el rumbo. Pienso en agua en la que me zambullo, fría, como un golpe que corta la respiración, metálico, con sabor a cloro y olor a protector solar. Agua clara como los días de verano, como flotar en la colchoneta sin pensar en nada, como olvidarme de quién soy metida en un libro, en la hora de la siesta. Como las noches de bailar sobre esa arena que cubre el suelo de los boliches. Acunarse. Encontrar un beso por ahí. O dos. Y escapar hacia la ruta, conmigo y algún cd de los viejos, o con alguien con quien ver la puesta del sol desde el puente de Santa Lucía y reirme y tomar un café en Young o en alguna Ancap por el camino. Pensar en que no hay que pensar y en que lo único que hay por delante es el sol y ver el amanecer llegando a casa con los pies sucios, bailados, cansados, y ganas de desayunar tarta de puerros de Tienda Inglesa, o milanesas, o helado Conaprole de limón, o ciruelas, lo que sea que haya en la heladera anárquica de los veranos en la playa. Pero sobre todo compartir, que todo se tiña de naranja y colores de bikinis alegres, y puro sol, nada más que sol, o la sensación incomparable de tener que ponerse un saquito un día un poco más nublado. Quedarse en la playa desafiando la tormenta, limpiar la arena de las reposeras, planear las noches que resultan mejor sin planes, preparar daiquiris o shots, reír sin parar y escuchar una y otra vez las mismas canciones. Y sobre todo, el color de la piel, que se vuelve bronce por fuera y por dentro creo que también. Pieles que brillan y rebotan, que se oscurecen y te piden que las toques, espaldas, piernas, cuellos. Despertar y no saber ni qué día es, y que ni siquiera importe saberlo. Que el tiempo se interrumpa y a la vez se vuelva eterno. Que encuentre una paz y a la vez una inquietud perpetua por no dejar de vivirlo todo. Que me enamore de las posibilidades. Y de hacerlas reales.

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